La verdad —los datos, los hechos concretos, las cifras y toda aquella incidencia que pueda ser comprobada— ha sido sacrificada en el altar de la desconfianza.
Es una gran paradoja, porque dejar de creer en las cosas no ha llevado a quererlas escudriñar más de cerca sino, al contrario, a edificar una nueva fe, un convencimiento alternativo sustentado en el menosprecio de lo real y, consecuentemente, al advenimiento casi global de la mentira como explicación del mundo.
Retomemos la exasperante sentencia, evocada en los primeros renglones del pasado artículo, de que “todos los políticos son iguales”, un veredicto que consagra el más arbitrario simplismo al reducir abusivamente la complejidad de la vida pública. El problema con manifestar parecida postura es que no sólo se valida una falsedad —los políticos, con perdón, pueden ser tan diferentes los unos de los otros como los miembros de cualquier otra subespecie social— sino que lo tajante de ese juicio autoriza, en la práctica, la renuncia al ejercicio de una ciudadanía responsable.
El descreído ya no le otorga legitimidad alguna al “sistema”, por no hablar de que al profesar la causa del cinismo se ha sumado, paralelamente, a la cofradía de quienes propalan las correspondientes teorías conspiratorias: todo es ya complot y contubernio, no hay nada que pueda escapar a la podredumbre sembrada por los poderosos de este mundo, los que llevan las riendas de todo lo habido y por haber.
Tan descompuesta se encuentra la maquinaria —gobiernos, corporaciones, asociaciones y demás— que el espacio para la confianza ha desaparecido. Y, en esa arrasadora descalificación de lo existente, la persona ha renunciado a la potestad de ser parte activa de lo que ocurre en su entorno: no vale ya la pena intentar siquiera la menor adhesión al orden establecido, el repudio es la única respuesta posible a cualquier planteamiento.
Nos encontramos así en un muy extraño momento histórico: millones de ciudadanos han abandonado el templo de la República y se dirigen, incitados por el pastor populista de turno, hacia la catedral donde oficia el autoritarismo. Lo que parece muy poco entendible —a saber, la súbita trasmutación del escéptico en un creyente de la nueva palabra— es perfectamente explicable a partir de la adhesión a una suprema causa común: al desconfiado y al caudillo los hermana el rechazo al referido “sistema”.
El ciudadano descontento se dice: por fin alguien habla como yo; por fin resuenan en el espacio público las denuncias y las acusaciones que yo mismo quisiera vociferar; por fin me siento representado; por fin me está siendo ofrecida reparación a los agravios que he debido sobrellevar…
Es un tema emocional, antes que nada, porque la razón es una herramienta que no le interesa al converso ni que sirve tampoco a sus intereses: lo repetimos, los datos y las cifras no importan.
Hasta ayer, la democracia y la verdad iban de la mano. Hoy…