Las leyes existen porque los humanos, al asociarse con sus congéneres para vivir en sociedad, necesitaron garantías. En su momento, mandaba el más fuerte de la tribu y también los modos de los antiguos emperadores y señores feudales eran incomparablemente más opresivos que los de cualquier gobernante actual, a excepción de los dictadores que todavía llevan las riendas de algunos países en este mundo.
Pero, justamente, el ciudadano moderno cuenta ya con los recursos para poder habitar su nación como un individuo soberano, con derechos, y no sólo poderse defender de las arbitrariedades perpetradas por el poderoso sino disfrutar también de una vida de bienestar y contar, además, con la primerísima asistencia que debe proveer el Estado, a saber, la de la seguridad para su persona.
En este sentido, podemos aventurar la muy desafiante aseveración de que México no es enteramente un país de leyes. El mero hecho de que 80 pobladores de este territorio sean asesinados cada día nos habla de una realidad tan escalofriante como absolutamente anormal en términos de lo que debe ser una nación mínimamente civilizada.
Esta pasmosa anomalía —algo que debiera sacudir nuestras conciencias y, consecuentemente, llevarnos a ser parte de una movilización masiva para exigir que las cosas cambien, más allá de las adhesiones políticas de cada quien y de sus posibles filiaciones partidistas— resulta de la criminal, ésa es la palabra, inacción del Estado mexicano.
La postura oficial de atender las causas de la delincuencia en el ámbito social no reconoce la más elemental de las certificaciones: México, a estas alturas, está ya infestado de sujetos peligrosos que representan una grandísima amenaza para millones y millones de otras personas. Gente de bien que tiene todo el derecho, lo repetimos, a vivir en paz.
El tema, entonces, no es emprender políticas públicas de pretendida vocación preventiva para que sustituyan las acciones de combate al crimen que deberían tener lugar, sino aplicar… la ley.
Ése tendría que ser el gran punto de partida, señoras y señores, responder, en los hechos y en la práctica, a los preceptos inscritos en la Constitución que, por si fuera poco, no son de aceptación espontánea y optativa sino de obligatorio acatamiento para los gobernantes.