Lo que está viviendo el mundo en estos momentos es punto menos que asombroso. Nos inquietábamos ya de saber que Erdogan encarcelaba a periodistas y opositores en Turquía, que Narendra Modi no es precisamente un demócrata a pesar de que lleva las riendas de la India, la democracia más grande del planeta, y que Viktor Orbán está instaurando un régimen de tintes fascistoides en Hungría, por no hablar de la barbarie de Netanyahu y de la pavorosa hambruna que está provocando la guerra civil en Sudán.
Pero no esperábamos que comenzara a tambalearse el orden internacional edificado a partir de la Segunda Guerra Mundial y que en los mismísimos Estados Unidos comenzaran también a vislumbrarse señales de muy perturbador autoritarismo.
El negocio de Trump es el entretenimiento, por más que pretenda haber amasado una gran fortuna (Michael Bloomberg, antiguo alcalde de Nueva York y, en su momento, aspirante a la presidencia del vecino país, ninguneó a The Donald restregándole en las narices que él sí tenía dinero de verdad) y su supremo propósito es estar siempre bajo la luz de los reflectores.
Ahora bien, el histrionismo del sujeto y la capacidad que tiene para figurar todos los días en la agenda pública no deben de desviar nuestra atención de lo verdaderamente cardinal, a saber, el designio de ir dinamitando poco a poco el edificio institucional de la nación norteamericana para implantar un sistema en el que los poderes se concentren en su única y exclusiva persona.
Por ahí va el tema, más allá de los aranceles, las bravatas, las amenazas y los desplantes. Trump, sirviéndose del Departamento de Justicia, está licenciando a los jueces que no se han plegado a sus designios, ha entablado procesos en contra de cadenas informativas, ha ignorado flagrantemente las resoluciones de magistrados en abierto desacato a las normas constitucionales y se ha servido de ordenanzas dispuestas para responder a circunstancias absolutamente extraordinarias —como las que rigen cuando la seguridad nacional está bajo amenaza o las que se aplican en tiempos de guerra— para pasarle por encima a los representantes del Poder Legislativo, los únicos facultados, entre otras cosas, para imponer unos aranceles que, en los hechos, vienen siendo impuestos a pagar por los ciudadanos.
Así de aterrador es el panorama, señoras y señores…