El desenlace de las pasadas elecciones ha sido punto menos que asombroso. Uno hubiera pensado que muchos mexicanos, descontentos con el actual estado de cosas, expresarían esa inconformidad en las urnas: después de todo, un millón de compatriotas han muerto desde que se instauró el régimen de la 4T, un tercio del territorio nacional está en manos de las organizaciones criminales, el sistema de salud ha dejado de atender a los sectores más desfavorecidos de la población, el crecimiento económico es el más bajo de los últimos sexenios, en fin, es un hecho incontestable que los resultados del actual Gobierno son muy malos.
Pues no, miren ustedes, la gente, por el contrario, apoya a los gestores de tan negativa situación.
Aconteció una descarada y flagrante elección de Estado, hay que decirlo. Pero no podemos hablar, según parece, de que se haya perpetrado un gigantesco fraude electoral, por más que sepamos de irregularidades y algunas trampas. El hecho incontestable es que el actual régimen obtuvo una colosal mayoría de votos y, en espera de que conozcamos las cifras finales, parece ser que cuenta inclusive con la mayoría legislativa necesaria para cambiar a su aire la Constitución.
Así de dividida y confrontada como se encuentra nuestra sociedad, el triunfalismo de los ganadores se reviste en muchos casos de desprecios y arrogancias. Más allá del propósito de humillar al adversario, lo que debiera quedar establecido es que las críticas y cuestionamientos de quienes se oponen a Morena y sus asociados, así como el consecuente apoyo a Xóchitl Gálvez, no resultan de querer perpetuar un injusto modelo de expoliación ni de pretender recobrar privilegios para una antigua clase dominante sino de una auténtica preocupación por las circunstancias que se están viviendo en nuestro país.
Cualquier mexicano puede constatar la realidad de la injusticia social y la pobreza que sobrellevan sus compatriotas. El gran tema, sin embargo, es la respuesta, en términos de políticas públicas, que se implemente para resolver tan agobiante problema. Y, justamente, la solución no pasa por dinamitar los organismos autónomos del Estado, por arremeter contra el Poder Judicial ni mucho menos por concentrar todas las potestades gubernamentales en una sola persona. Eso es lo que nos inquieta y de ahí nuestro desconsuelo.