Recuerdo que cuando era chica y queríamos ver una obra de teatro muy popular, mi padre me decía: “No voy a pagar un centavo más que lo que cuesten esos boletos”, a modo de prepararme por si no lográbamos entrar a ver el musical que me tenía tan emocionada. La mayoría de las taquillas teatrales pedían una “propina” para vender los lugares decentes; vaya, las butacas donde sí se podía alcanzar a ver el escenario.
Años después, recuerdo haber pasado parte de la noche anterior afuera de algún punto de venta de Ticketmaster. Ya se imaginarán nuestras miradas de odio para con los revendedores que ya tenían los mejores lugares antes de que siquiera abriera la taquilla.
“¡Solo en México, carajo!”, decíamos furiosos sobre esa corrupción; por ello recuerdo haberme puesto en verdadero peligro persiguiendo a esos sujetos con una cámara de televisión cuando empecé a reportear para la tv. Era personal el asunto. Siempre es personal para los fans que aman a sus artistas y no pueden conseguir boletos, pero ahora el coraje y la cámara se las tendríamos que aventar a bots en el algoritmo de las líneas virtuales para los grandes eventos, y no es “solo en México”.
Pregúntenle a cualquier fan de Taylor Swift.
Ahora pregúntenle a los fans de Oasis, quienes no pudieron celebrar ni tres minutos el anuncio del reencuentro de la banda, cuando ya se encontraban en una fila virtual eterna, viendo cómo los boletos subían de precio como cuando uno pide un Uber el viernes por la tarde, en quincena, con lluvia. Esto a pesar de que la banda había advertido que no lo permitirían. Y pues, esto escaló en instantes y ahora será hasta tema en su Parlamento. Como fue en EU y aquí también a su manera.
Pero las leyes contra los bots son más complicados que sacar a la banda de taquilleros corruptos de nuestros ayeres, y esto cada día se pone más algorítmicamente imposible de servir bien a los fans. Ojo ahí.