“¿Quién soy?” empieza el cuento y se nota que es una mentira, una tergiversación o, más bien, suspensión de la verosimilitud, deliberada por parte de la autora, que pretende crear una atmósfera narrativa en la que se altera el orden normal de las cosas, tema complicado pues habría que conocer el orden de antemano, estar de acuerdo en que se refiere a éste, no a aquel. Y de algún modo instintivo —quizás eso significa precisamente tradición— casi todos los lectores y lectoras tenemos una idea previa, una imagen abstracta o concreta, inconsciente o consciente de ese orden, y cuando se tambalea —“quién soy” parece una pregunta innecesaria si esa persona ya es– interviene una especie de piloto automático que busca —el mío de manera muy nerviosa— reforzar la credibilidad, como si la percepción misma estuviera en riesgo.
Ayer en la mañana me ocurrió algo que podría ejemplificar lo que escribo. Oí ruidos semejantes a los que hace mi gata R. cuando juega con bolas de papel de china junto a la caja de cartón en el cuarto más pequeño de la casa: las revuelve con sus patas, las rasga con sus uñas. Pero R. estaba dormida en la recámara. Fui a cerciorarme, la acaricié con la punta de mis dedos: abrió un ojo. Bajé las escaleras, me acerqué al cuarto, me asomé sin prender la luz: una ardilla en pánico trepaba por los anaqueles de los libreros. La asusté sacudiendo un trapo, le grité “sácate” y la ardilla logró saltar hacia los barrotes de la ventana y salirse.
¿Se entiende el ejemplo? Atribuí los ruidos a un origen que conozco, a un orden normal, pero me equivoqué y mi percepción se suspendió, dejó de saber lo que sabía durante unos segundos y se quedó en blanco mientras procesaba los nuevos datos. Relaciono la experiencia —arbitrariamente— con lo que señala Wittgenstein en Sobre la certeza: “¿Qué decir de una proposición como ‘sé que tengo un cerebro’? ¿Puedo ponerla en duda? Lo que me falta para dudar son razones. Todo va en ese sentido, nada en contra. Y sin embargo nada impide suponer que, en caso de una operación, mi cráneo resulte estar vacío”. Si su cráneo está vacío, pero persiste la sensación de una identidad, de alguien adentro que piensa y observa el mundo externo, el problema se reduce a la proposición que usa el verbo “saber” como medio de certidumbre.
Es una cuerda floja. En el cuarto podría no haber estado la ardilla, sino sólo los ruidos que escuché y me hicieron bajar, lo cual me habría provocado tanto miedo que habría corrido hacia la calle para pedir ayuda. Wittgenstein no aclara si los cirujanos le vuelven a cerrar el cráneo y él sigue adelante con su vida; tampoco si le comunican la noticia de que no tiene cerebro. Lo imagino reaccionando con ecuanimidad y estableciendo de inmediato parámetros lógicos que generalizarían su circunstancia: “si yo carezco de cerebro, todos carecemos de cerebro”. Somos cabezas huecas. Pensamientos, sentimientos, humores transcurren en un espacio libre de obstáculos, aunque no de basura.