De veras soy invisible. La mujer de los zapatos rojos se asoma debajo de la cama y jala la bolsa de plástico. Me resisto a que me la quite. Ella vuelve a jalar ahora con más fuerza, como si la bolsa estuviera atorada, y entonces la voy soltando poco a poco. La mujer se levanta, se acomoda en la silla de mimbre, extrae los guantes negros de la bolsa, los sacude, los tira al piso. Salgo de mi escondite y me pongo frente a la mujer, acerco mi cara a la suya, soplo. Ella no me ve, pero siente la brisa de mi exhalación porque parpadea y hace un gesto de molestia. Me desplazo por la recámara de Antúnez con cautela: aún no sé cuáles sean las reglas o condiciones de mi invisibilidad. Incluyen mi ropa —o eso creo— aunque no la bolsa pegada a mi cuerpo, lo cual me lleva a concluir que la invisibilidad me cubre (y me protege) como una envoltura: estoy metida en ella como dentro de una burbuja prístina y sin contornos. Lo que ignoro es si depende de algún movimiento, algún objeto, como en la leyenda de Giges, un pastor del rey de Lidia, sobre la que leí hace varios días en el Libro II de La República de Platón y cuyos episodios resumo: a) tormentas y sacudidas bruscas; b) la tierra se abre donde Giges apacienta sus rebaños; c) Giges baja por la apertura y descubre un caballo de bronce en cuyos flancos hay puertecillas y, al meter por ellas la cabeza, detecta que al fondo yace un cadáver “de estatura superior a la humana; el cadáver estaba desnudo, sin más que un anillo de oro en uno de sus dedos”; d) Giges se lleva el anillo y acude a la asamblea mensual de pastores donde al “darle vuelta a la piedra de la sortija hacia la palma de la mano, inmediatamente se hizo invisible para sus compañeros… asombrado ante aquel prodigio, volvió a poner hacia la parte de afuera la piedra de la sortija y tornó a ser visible”; e) Giges va al palacio, corrompe a la reina, mata al rey y se apodera del trono. Quien cuenta la leyenda es Glaucón, uno de los hermanos de Platón, con el propósito de demostrar que “no se es justo espontáneamente, sino por necesidad”: el justo invisible sería injusto; el bueno invisible, malvado. Yo elijo ser neutra: mi propia creación y, asimismo –por fin– narradora omnisciente, ubicua. Me llamaré Teresa —Tere— cada vez que no sea yo. Glaucón le asegura a Sócrates que “la obra maestra de la injusticia es parecer justo sin serlo. Atribuyámosle… una injusticia perfecta”. Agrega una cita de Esquilo que parafraseo: al bueno le interesa más serlo que aparentarlo. El riesgo de confundir tantas representaciones desanima. ¿Qué está haciendo Tere? Esperando la llamada de las seis de la mañana; esperando la llamada de las nueve de la noche. Revisa sus mensajes. Un amigo le escribe para explicarle que no podrá seguir leyendo La novela inconclusa a causa de los múltiples deberes cívicos que le toca atender en las circunstancias actuales, “tan desoladoras. Por favor perdóname, amiga, pero la democracia va primero”. Tere le agradece el atento aviso.
Cuarto
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Tedi López Mills
Ciudad de México /
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La cabeza fría no bastará
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