Esperanza

  • En el banquillo
  • Tedi López Mills

Ciudad de México /

Cuando L. me regala su libro me explica que los textos: “no son realmente poemas sino moldes que aspiran a contenerlos” y cada palabra, en especial los adjetivos, algunos adverbios, es el resultado de complejas deliberaciones, de equilibrios delicadísimos: “como una piedra que apenas se sostiene en la punta de un iceberg… la imagen del hielo duro y flotante es exacta y también la de la piedra y el misterio simultáneo de quién la habrá puesto ahí”. Me pide que lea el libro y le dé mi opinión más sincera: “ya sabes cuánto la valoro; si no te gusta, dímelo y lo podemos discutir”. Unos días después lo leo; me entusiasma y llena de asombro que coincida al pie de la letra con lo descrito por L., pero nunca me comunico con ella, si bien no pasa un lunes sin que apunte su nombre en mi lista de pendientes.

No conozco a una sola escritora, un solo escritor —y me incluyo en ese conocimiento— que no considere que sus libros valen la pena, seguramente con una parte de razón, pues al igual que yo, los escribe con plena conciencia de que las páginas corresponden a lo planeado minuciosamente a lo largo de semanas, meses, y de la mejor manera posible, con todo lo que tiene a su alcance, incluso una idea desmedida aunque necesaria de su propio talento, si no cómo proseguir, cómo sobrellevar las disparidades que empiezan a notarse entre el esbozo o la inspiración original y lo que uno relee mientras avanza, corrige, tacha, hasta concluir la Obra (o abandonarla, según Paul Valéry). Si hay suerte, se publicará con rapidez; de lo contrario, la autora o autor llamará a alguno de esos editores tan amables con los que se topa en ferias o presentaciones: tardará en responder, luego dirá que únicamente publica lo que solicita. Vendrá entonces la época de dudas, resignación, y un día luminoso aparecerá alguien de una editorial pequeña, tal vez independiente. Se animará a lanzar el libro, habrá campañas de prensa, entrevistas, quizás el primer susto: lo escrito no coincide con lo leído por esas personas profesionales de la lectura. Los comentarios son ambiguos; las interpretaciones, incorrectas. Peor aún, no se ha pronunciado aquella frase alentadora: “me encantó: está increíble”. Y uno, yo por lo menos, sale un poco despeinada en las fotos, la blusa arrugada, la sombra de una mancha en el pantalón, definitiva, definitoria, que se verá para siempre.

Podría alegarse injusticia: tantos libros buenos que no se leen. ¿Ante qué tribunal? Yo agradezco con velocidad los ejemplares que recibo; los coloco en una mesa especial y poco a poco los voy leyendo. Para resolver mi retraso, aplico la famosa regla igualitaria, mezquina: “si me lees, te leo”. A veces me concentro en las rivalidades y me preocupan las semejanzas. Examino versos, párrafos, capítulos enteros. Pienso con melancolía en el mapa del ecosistema literario: las “aguas discursivas”, azules en las orillas, pardas en el centro, y me pregunto melodramáticamente para quién se está o estoy escribiendo.

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