Me gustaría aprender a pensar de tal forma que lo que pienso determine y mejore automáticamente mi comportamiento, cuya lógica y coherencia moral se corresponderán como las dos caras de una misma moneda, aunque al introducir esas dos caras se introduzca también una ambivalencia riesgosa, la probabilidad de que mis actos no sean auténticos, sino calculados, lo cual quizá no deba importar si resultan ser buenos. Me gustaría, además, sustraerme, observar el proceso, ir corrigiendo los contenidos sobre la marcha; editarlos, tacharlos, sustituir una versión por otra, meter cambios en el último momento, antes de que el pensamiento se concrete en una serie de experiencias y salgan a flote los errores, los descuidos, y ya sea demasiado tarde y me toque pedir perdón: “no fue lo que quise decir, lo que quise hacer” o, si esas modalidades no funcionan, desentenderme con rapidez, declarar jactanciosa “nadie es perfecto” y seguir adelante.
Tendría que tomarme unos días, encerrarme, vigilarme minuto tras minuto, en la medida de lo posible. Según el inciso 5.633 del Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein, “nada en el campo visual permite inferir que es visto por un ojo”. Y es cierto que no veo mi ojo. Podría acercarme al espejo del baño, por ejemplo, pero eso alteraría el campo visual, pues ya no estaría observándome yo sino mi rostro reflejado en una superficie que reproduce una especie de escenografía: el mueble detrás de mi cuerpo con los numerosos tubitos de crema y lápices delineadores y lociones y la canastita con sus bolas perfectas de algodón. Algo me distraería, una súbita mosca zumbando junto al foco o el goteo de la regadera en la loseta. Recordaría mi objetivo de aprender a pensar y le daría la orden a mi ojo —uno solo en términos filosóficos— de concentrarse en la tarea de instalar, idealmente, un sistema que funcione siempre del mismo modo, frente a situaciones inesperadas, incluso inaceptables. Sé que el ejercicio será extenuante. En las noches me relajaré leyendo cuentos y luego me entretendré con varios episodios de alguna serie policiaca hasta que me gane el sueño y me duerma con la sensación incómoda de que la estructura quedó apenas en obra negra y aún no sé cómo pensar.
“El mundo y la vida son uno. Yo soy mi mundo”, dice Wittgenstein y, añado, cada uno de nosotros —de ustedes, de ellos, de ellas— somos un “yo” que es un mundo. ¿Cómo lograr un mínimo acuerdo? En mi edición en inglés del Tractatus… (revisada a partir de comentarios de Wittgenstein) el primer inciso establece: “The world is all that is the case”. En mi edición en español, la frase se modifica: “El mundo es todo lo que acontece”. No son equivalentes. Creo que prefiero ser acontecimiento a ser caso. Al final de su libro Wittgenstein sugiere una alternativa: quien comprenda sus proposiciones reconocerá que “son sinsentidos” y las usará para abandonarlas. “Tiene que tirar la escalera, por así decirlo, después de haber subido por ella”. ¿Qué habrá arriba?