En el inciso 6.43 del Tractatus logico-philosophicus, Wittgenstein establece que “el mundo de la persona feliz es diferente de aquel de la persona infeliz”. No explica en qué difiere; sólo señala, en otro inciso, que “las cosas son como son y todo ocurre como ocurre”. Las consecuencias éticas de un acto —la recompensa o el castigo— deben buscarse en el acto mismo, y si acaso la buena o la mala voluntad modifica al mundo —cuyo sentido, por cierto, se halla afuera del mundo y no es conocible—, sólo modifica sus límites, “no los hechos —aquello que puede expresarse por medio del lenguaje”. No queda claro dónde están los límites ni si son perceptibles a simple vista una vez que se revelan o descubren; tampoco se entiende —o entiendo— si la felicidad y la infelicidad son hechos. Pertenecen a mundos distintos, de acuerdo con Wittgenstein, o los crean, lo cual me haría suponer, supersticiosamente, que poseen poderes especiales. Quizá los hechos se autogeneran y luego se convierten en actos. Quizá los límites se refieren al lenguaje, cuando no alcanzan las palabras y sube a la superficie el silencio.
Tomo al pie de la letra la existencia de los dos mundos: el de la felicidad y el de la infelicidad. Imagino los espacios, imagino el cuerpo de la persona que habita cada uno. Cómo el de la felicidad se desplaza con precisión, con rapidez, no se le cae nada de las manos, no se irrita al tropezarse con la pata de una silla, la curva de un tapete. Hasta sonríe. Cómo el de la infelicidad se mueve nervioso, errático, torpe, tira la cuchara, el tenedor, maldice a la silla, patea el tapete. Hasta llora. Cómo el de la felicidad sigue adelante sin detenerse en los detalles. Hace a un lado los documentos. Deja para después la firma de los trámites. Se baña, se viste, baja canturreando las escaleras. “¡Qué hermoso el humo, cuán limpia la sangre!” Cómo el de la infelicidad escribe listas. Tacha nombres. Subraya con su pluma roja las afrentas: las del martes, las del jueves, las imperdonables del domingo. “Ya ni la lluvia moja mi tierra”.
Son mundos paralelos, aunque excluyentes. En mi experimento junto a la persona feliz con la persona infeliz. Al principio no logran acomodarse, pero insisto y finalmente ambas se colocan en sus esquinas o secciones o franjas. Se acechan como gatos. Creo que quieren sacarse los ojos. Me perturba que la persona feliz sea cruel, altanera, intolerante con la infeliz. Me levanto de mi asiento (soy la directora) y le reclamo: “oye, no olvides que en algún momento fuiste infeliz y puedes volver a serlo”. La persona feliz se carcajea y me da la espalda. Me preocupa que la persona infeliz sea miedosa, titubee siempre muy amable, muy servicial, ofrezca disculpas, mire el piso como si fuera el cielo. No sé si deba recordarle con cautela: “oye, en algún momento fuiste feliz y puedes volver a serlo”. Prometo no decir “el tiempo lo cura todo”, “ánimo: échale ganas”. Son frases que repiten las personas felices: clavos que lastiman.