Llegan con sus rostros rosados por el sol y con el brillo de la arrogancia. Con sus gorras blancas de espuma, sus mochilas de senderismo urbano y sus perros de terapia emocional. Llegan igual que sus abuelos a otros continentes: convencidos de que lo merecen todo, aunque no entiendan nada. Llegan a consumir la “experiencia mexicana” del mismo modo en que se visita un museo de los vencidos: fascinados por la miseria ajena mientras no les toque a ellos.
Llegan sin idioma, sin historia, sin memoria, pero sí con tarjeta de crédito, seguro médico internacional y asesor financiero. Se instalan en barrios que no conocen. Gentrifican cualquier colonia que les agrada. Pagan el triple por un cuarto sin ventanas. Suben los precios, exigen tacos sin grasa, agua embotellada y pan sin gluten. Dicen que les encanta el “espíritu” del país. Pero se espantan con el mariachi de la esquina. Se molestan cuando nadie acomoda el español a su oído. Vienen a desconectarse del capitalismo desde un Airbnb con vista a la colonia que acaban de desfigurar.
No llevan consigo papeles. No los necesitan. No hay redadas en Ajijic ni en Puerto Vallarta. Aquí, en México, nadie les rompe la puerta a las seis de la mañana. Nadie los detiene en el metro por tener cara de turista eterno. Aquí no se les persigue. Aquí se les sonríe. Se les traduce. Se les perdona el acento.
Los gabachos lo tienen todo y aún así se quejan. Del ruido, del calor, del picante, del español que no entienden, del español que entienden demasiado. Sus hijos estudian en escuelas privadas donde les enseñan que México es un país “rico en cultura” pero “pobre en organización”, como si esa fórmula no estuviera escrita desde la ceguera de siempre.
A veces imagino el reverso. Que los revisaran en la calle. Que les exigieran comprobantes de estancia. Que los subieran a camionetas negras sin placas para interrogarlos. Que tuvieran que dormir con sus pasaportes bajo la almohada. Que explicaran a sus hijos por qué podrían no volver del parque. Que vivieran cada día con la sospecha como sombra.
Pero no. Eso no pasa. A los gabachos no los expulsan. No los encadenan. No los reducen a números. No los deportan frente a sus hijos. No los entierran en desiertos ni los abandonan en hieleras. No hay racismo contra ellos.
Todo esto, por supuesto, es un juego de espejos. Una parodia. Una inversión torcida. Porque el mundo real no les hace esto. Se lo hace a los otros. A los Juárez. A los que pelan ajos. A los que limpian baños ajenos. A los que no pueden pagar 80 pesos por un café ni un mes de renta por adelantado. A los que cruzan la frontera y no reciben sonrisas, sino jaulas.
Entonces, si al leer esto alguien se incomoda, enhorabuena. Esa incomodidad —mínima, doméstica, blanca— tal vez sea lo más cerca que los gabachos estarán de entender algo. No todo, apenas una brizna del peso. Pero incluso esa brizna arde. Y sí: me hierve el buche.