Pocos empeños hay tan tristes y patéticos como el de asemejarse a quien uno fue. La gente se da cuenta, aunque lo disimule, y si bien nunca falta quien se sume a la farsa y acabe por creérsela —presa tal vez de idéntico prurito— cualquiera puede ver que lo que tiene enfrente no es más que una caricatura mal hecha del pasado. Algo que hace reír no porque sea comedia o lo pretenda, sino por la chirriante ridiculez que arrastra todo engaño inverosímil.
Yo soy Betty, la fea fue, cosa rarísima, una telenovela intachable. Somos tumulto quienes guardamos de ella un regusto tan grato como el que dejan las mejores comedias del cine en español —pienso en clásicos como Esperando la carroza o Crimen Ferpecto (no es una errata, se escribe así)—. El solo personaje de la Peliteñida —una mujer guapísima y piernuda, aunque también esnob, inepta, desdeñosa, ignorante, trepadora, canalla e insoportablemente superficial— podía haber valido por la historia entera, y por supuesto era fundamental en la inversión de los valores típicos del género, ya que en vez de admirarla y codiciarla terminaba uno por pitorrearse de ella y su baratísima hermosura.
Nicolás Mora, Hermes Pinzón, Aura María Fuentes, Hugo Lombardi… Apuesto a que no pocos saben perfectamente a quiénes me refiero y es muy posible que tengan presentes varios de sus clichés más memorables. No por nada la historia fue víctima de numerosos remakes, aunque ninguno resultase comparable a la célebre versión original. Ciertamente la trama era una mina de oro, tanto que hasta sus productores se lanzaron a hacer, poco tiempo después, una secuela insulsa y remendada a la que titularon Ecomoda.
Ecomoda tenía casi todo lo que Yo soy Betty, la fea, menos el conflicto que la hacía posible. Aun con los intérpretes originales, aquella parte dos fue una segura pérdida de tiempo para quienes la vimos por la pura nostalgia de lo inmediato. Pero si aquello pareció un despropósito, hay que ver el tamaño de papelón que viene a hacer ahora, un cuarto de siglo después, el triste elenco de la telenovela en un refrito burdamente anacrónico, bajo el título de Betty, la fea: la historia continúa.
Casi todos los miembros del antiguo reparto pecan hoy de grotescos y gaznápiros, en la pretensión boba de hacerse ver idénticos a los que ya no son. Lucen más viejos, evidentemente, pero ni un pelito más experimentados. Como si los sacaran de un congelador, al modo de esos músicos decadentes que oficialmente nunca envejecieron y aún ahora juegan a ser niños terribles. Pero es obvio que ya no son aquellos, y que en su vano afán por encarnar a quienes antes fueron no hacen sino una triste y anacrónica parodia de sí mismos.
Betty, Armando, Marcela, Freddy, Hugo o la Peliteñida del 2024 son la negación viva —yo diría agonizante— del tiempo y su transcurso. Nada aprendieron en veinticinco años, nada nuevo tienen para contarnos, son incapaces ya de sorprender a nadie… ¿y aún así buscan entretenernos? Una característica esencial del humor es que tiende a evolucionar al paso de las épocas. Y así también caduca, ineluctablemente. Hay quienes se empecinan en vivir, desde la adolescencia hasta la senectud, celebrando las ñoñerías de siempre, pero todos sabemos distinguir entre risa forzada y espontánea. Cuando lo que uno quiere es carcajearse, cualquier pretexto puede funcionar; pero eso no hará bueno a un chiste malo, y menos todavía le quitará lo rancio.
Tras la secuela de Yo soy Betty, la fea se esconde —mal, por cierto— la insalubre obsesión por dar vida a un cadáver, a costillas de lo que unos creativos carroñeros consideran, hinchados de insolencia, el gusto popular. Si la telenovela original evidenciaba un notable respeto por la sagacidad de los televidentes, esta secuela boba y descafeinada viene a ser un insulto a la inteligencia y un testimonio de ambición desmedida. Líbreme Dios, habría dicho mi abuela, de envejecer haciendo esas visiones.