Temo volverme loco sin la brújula íntima que es al fin la columna semanal...
Esta columna se escribe los viernes. Soy, por tanto, incapaz de pasarme un viernes campechano, aunque no haya salido de mi casa. Desde el momento mismo en que despierto, ya está su sombra a los pies de mi cama. “Hoy es día de columna”, retumba el eco dentro de la conciencia. La regadera, el clima, el desayuno, todo tiene el sabor del deber no cumplido y todos los relojes son la misma amenaza en movimiento.
Cuando todo va bien, conozco el tema que voy a tratar desde el mero principio de la semana, así que para el viernes ya siento que las líneas cosquilleantes revolotean dentro de la cabeza, pero esto suele ser una excepción; lo común es cruzar el mediodía del viernes con las dudas comiéndome el sosiego. Si alguien me ve pasar, le agradecería mucho que no se interesara por saber de qué se va a tratar esta columna, porque seguramente seré víctima de un episodio de ansiedad extrema y su atenta pregunta me sonará a sarcasmo.
“¿No has pensado en hacer la columna por adelantado?”, me sugieren los bienintencionados, y lo cierto es que llevo la vida entera pensándolo, pero hay algo que falta y nomás no lo logro. Ayer mismo me dije que la haría de una vez, aprovechando que tenía la tarde entera a mi disposición. ¿Qué pasó? Lo de siempre: faltaba la presión del viernes por la tarde. Una suerte de miedo profundo y trepidante a que pasen las horas y la columna no llegue a estar lista, como sucedería en una pesadilla donde el periódico va volando más rápido que el artículo y este se queda atrás, inexorablemente. Como quien dice, horror de los horrores.
Envidio, aunque no mucho, a aquellos columnistas disciplinados que almacenan artículos inéditos y en caso de emergencia o vacaciones simplemente los sacan de la hielera. Ocurre, sin embargo, que la vida la mido por los viernes, el día en que me obligo a conectarme con la realidad. Asumo, al mismo tiempo, que la columna es una cosa viva que se gesta a lo largo de la semana entera y el viernes ve la luz, a como dé lugar. Si tengo queviajar —así sea a un lugar paradisiaco—, llevo conmigo la computadora, de manera que el viernes sabe a viernes, más allá del paraje donde ocurra. Sea cual sea la agenda del día, eventualmente habrá que apartarse de los demás mortales y recorrer el camino ondulante que va de la neurosis a la plenitud.
He conocido a algunos novelistas que aseguran aborrecer su propia columna semanal. Si pudieran, se quejan, nunca más volverían a escribirla, porque les quita tiempo y, peor aún, arrebata el foco de su atención al proyecto que ocupa el resto de sus días. Me parece, no obstante, que en realidad ocurre lo contrario. Ser capaz de salirte periódicamente de una monomanía laberíntica, hacer tierra en el mundo y unas horas más tarde regresar a lo tuyo con un pequeño triunfo sobre la incertidumbre es un modo eficaz de refrescar ideas, enriquecer uno y otro proyecto y de paso eludir al fantasma tenaz de la demencia.
Temo, efectivamente, volverme loco sin la brújula íntima que es al fin la columna semanal. Gracias a ella me obligo a pisar, al menos cuatro veces cada mes, el mismo suelo que mis seres queridos. No negaré que a veces, cuando el paisaje se revela ominoso y las noticias diarias huelen a podrido, preferiría quedarme a vivir en los capítulos de mi novela en proceso, donde al menos las cosas tienen algún sentido, pero he aquí que el oficio de escribir le exige a uno nadar a contracorriente y alimentarse de sus propios miedos. No sé cuándo conseguiré acabar de escribir el siguiente libro, pero tengo bien claro que en la tarde del viernes, si es que aún sigo vivo, habré de rematar la próxima columna. ¿Cómo podría, si no, llegar feliz al sábado que viene?