Edipo renegado

Ciudad de México /

Recuerdo los primeros días de mayo como una temporada de suplicio...


Perdón, pero no creo en el Día de las Madres, y menos me es simpática la temporada. Pensaría distinto, probablemente, si fuera dueño de uno de esos almacenes de línea blanca y electrodomésticos adonde todavía suelen acudir multitudes de hijos esclavistas, convencidos de que la autora de sus días se desvive por poseer una nueva herramienta para mejor servirles. Mi madre, por su parte, nunca lo permitió. Desde muy niño supe que la osadía de regalarle, digamos, una licuadora por el 10 de mayo, me habría dado el derecho a que me la estrellara en la cabeza.

“¡Ni que fuera mi madre!”, respondió mi papá, en un extraño arranque de viril desapego, la primera y última vez que le pregunté qué regalo pensaba darle a su esposa. “Déjalo, tiene que quedar bien con sus mamacitas”, me comentaría ella más tarde, en un tono de broma nada convincente, si bien solté la risa por la tranquilidad de mi conciencia niña. Una calma imperfecta, a juzgar por las múltiples ocasiones en que me tocó olerme —y a veces comprobar— los devaneos paternos. La clase de conducta que habría sido impensable en mi madre, no porque no pudiera o acaso no deseara sentirse verdaderamente amada, sino porque la imagen sacrosanta que en el imaginario colectivo le correspondía se habría venido abajo irremisiblemente. Pues al fin no se espera que una típica madre mexicana sea feliz, sino justo al contrario: al igual que los santos, ha de ganarse el aura a lágrima viva. Y luego compensarse el Día de las Madres.

Dudo que mi mamá haya gozado tanto de ese espectáculo vacío. Cuartoscuro

Alguna vez, hablando de estos temas, el psiquiatra me dijo que una madre lo es para toda la vida, mientras que el padre sólo actúa como tal hasta el momento en que consigue eyacular. Hay en esto algo de exageración, pero es más que bastante para explicar la distancia abismal que hay entre el 10 de mayo y el tercer domingo de junio. “Ratón de un solo agujero”, me llamaba mi padre siempre que me negaba a escuchar el relato de sus aventuras, no tanto para hacerme sentir mal (lo cual nunca logró con ese chiste) como para justificar la recurrencia de sus apetitos, en otra de esas bromas que no cabía tomar como tales.

Recuerdo los primeros días de mayo como una temporada de suplicio. No conforme con obligarnos a formar fila a mediodía en el patio candente, nos sometía la autoridad escolar a una hora completa, de doce a una, ensayando la tabla gimnástica para el Festival del 10 de mayo. Dudo que mi mamá haya gozado tanto de ese espectáculo vacío, ñoño y manadero como para concluir que realmente valía lo que nos costaba. No podía uno decirlo sin temerse acreedor a un sitio en el infierno, pero lo cierto era que sudando debajo de aquel sol despiadado acababa uno por maldecir el Día de las Madres. Vamos, que si me hubieran preguntado, al nueve de mayo tendría que haberle seguido el día once.

No entiendo esa manía remilgada de repartirnos el calendario entero, de manera que a ningún mortal le falte un día especial para celebrarse, y menos todavía si la fecha de marras se distingue por provocar inmensos embotellamientos, filas interminables, restaurantes repletos y almacenes colmados de hijos súbita y fugazmente seráficos.

Toca, el Día de las Madres, felicitar a todas las señoras que te topas. Un quehacer enfadoso, he de decir, para quienes cuatro de cada cinco veces solemos olvidarnos de cumplir con él. ¿Y acaso no se trata precisamente de eso el 10 de mayo: cumplir? Hay para colmo quienes, como mi esposa, tuvieron la desgracia de nacer ese día, de modo que jamás han podido sentirse ni tantito importantes en su mero cumpleaños.

Habrá quien ahora mismo me miente ya la madre por estas reflexiones, pero justo es decir que en su tiempo a la mía la chingué sin descanso, y ella –hermosa entre hermosas– día tras día me entregó su vida. Si yo fuera mi padre, me moriría de celos.

  • Xavier Velasco
  • Narrador, cronista, ensayista y guionista. Realizó estudios de Literatura y de Ciencias Políticas, en la Universidad Iberoamericana. Premio Alfaguara de Novela 2003 por Diablo guardián. / Escribe todos los sábados su columna Pronóstico del Clímax.
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