Escribo estas palabras desde tierra de nadie: ese estado mental que oscila entre la placidez y el nihilismo, y que sigue a las últimas líneas de un libro cuya hechura, tal como debe ser, te sacó canas verdes. “¿Y ahora qué?”, se acosa uno a sí mismo cada mañana, con cierta expectativa adolescente que en el primer descuido se hace devaneo y le lleva de vuelta al extravío vital que a menudo distingue a los holgazanes.
Revivo con envidia retrospectiva aquellos días de dichosa vagancia extraescolar que se extendían entre junio y agosto, durante cuyo transcurso no estaba uno obligado a mover un dedo y cada nuevo día era como un regalo de los cielos. “¿Qué se va a hacer?”, solíamos preguntarnos, como quien echa el ojo a un menú infinito y titubea entre opciones suculentas, cuando no aventuradas e indebidas.
Miro atrás y no hay nada. Una novela terminada, decía Hemingway, es un león muerto. Quien la ha escrito no tiene ya la opción de traerla de vuelta, cuantimenos perder el sueño por su causa. Puede uno, por supuesto, hablar en torno a ella, y con seguridad deberá hacerlo mientras dure la promoción del libro, pero hay una distancia ya insalvable entre el fuego que lo hizo irrenunciable y la memoria viva de sus llamas. Inventamos un poco al recordar, buscamos invocar a los demonios que en esos días nos soliviantaron, a la manera en que unos buenos tragos parecen revivir un amor fenecido, pero en su fuero interno entiende uno que se ha quedado hueco y por ahora no atina a remediarlo.
En aquellos veranos pubescentes flotaba siempre, como un duende bienhechor, la pasión amorosa que hacía la existencia soportable. Vivir enamorado, así el éxito fuese inconcebible y la musa se hallase fuera del radar, daba a los días un sentido del propósito que permitía olvidar aun los más inquietantes sinsabores. No recuerdo uno solo de mis momentos tristes o desesperados —y vaya que los hubo incluso trágicos— que no fuera endulzado por la chispa invencible de una pasión callada (como callado era por entonces todo aquello que nos quitaba el sueño).
Suele ser al principio y al final del día cuando nos asomamos al sentido profundo de las cosas —o a la falta de él, que es terrorífica—. Padezco insomnio, en estas circunstancias. No soporto la angustia de seguir viendo una página en blanco en el lugar del día que se anuncia. Es como si tuviera catorce años y se me condenara a vivir en un mundo desierto de mujeres. “Sin sueños somos un saco de mierda”, dice el protagonista de El lado oscuro del corazón, una de esas historias que explica a plenitud la urgencia permanente de levantarse en armas contra la nada.
Si la vida tuviera algún sentido, terminaríamos siendo sus esclavos, según ha señalado Albert Camus. ¿Pero qué es el romance, finalmente, sino una esclavitud de tiempo completo, para colmo buscada y bienvenida? Mal podría uno plantearse la inminente escritura de una novela sin el deseo vibrante de rendirse a sus pies a toda hora y sin pausa posible. Igual que en el idilio adolescente, basta con ser capaz de imaginar la historia para dejarse poseer por ella y renunciar al resto de los bienes que los demás procuran y ambicionan.
“¿Ahora en qué andas?”, preguntan los amigos, y uno hace malabares para no confesarles que carece de oficio y beneficio porque, como sucede en la etapa embrionaria del amor, aún no se atreve a hablar de aquello que amenaza con arrancarle de cuajo el sosiego. Un lío, un personaje, una ciudad, un mundo imaginario que cualquier noche de estas manifiesta sus ansias de existir ante tu alma sedienta de arrebatos. Escribe uno por eso, para eso, y cuando menos piensa se prenda de la vida como alguna vez lo hizo de alguna colegiala. ¿Y ahora en qué ando, por fin? En la luna, ojalá. ¿Quién querría volver de tan lindo lugar?