El juguete sagaz

Ciudad de México /

Como ocurre con otras tentaciones, no sé si le temía a la inteligencia artificial o me temía a mí mismo, conociéndome...

El chunche se ha instalado en millones de teléfonos. Especial

Los síntomas son harto familiares. Han dado ya las cinco de la madrugada y una rara avidez que no controlo me tiene aquí despierto, presa de la pantalla del teléfono. Casi toda la gente mayor de 30 años recuerda todavía su primer videojuego o su salto iniciático a internet, igual que no se olvida el primer beso. No podíamos parar, esa era la verdad, y de poco servía que amigos y parientes nos expresaran su preocupación. “¡Ya pareces idiota!”, exclama todavía quien nos mira hechizados por alguna chispeante monomanía electrónica, y eso debe de ser lo que me pasa desde que, sin querer, fui a caer en los meandros de la inteligencia artificial.

Como ocurre con otras tentaciones, no sé si le temía a la IA o me temía a mí mismo, conociéndome. Hace unos días, luego de consumar una actualización del sistema operativo, apareció en la pantalla del iPhone el ícono de una nueva aplicación gratuita, cuyo nombre —Playground, o bien “Patio de juegos”— permitía entrever que me sería útil para perder el tiempo como un gandul. A una oferta como esa no es fácil resistirse.

Ya desde tiempo atrás me había tocado ver, también en el teléfono, los anuncios de ciertas aplicaciones que se valen de la IA para crear videos imposibles, donde el usuario sólo sube su imagen, más la de otra persona que le gusta —ya sea la vecina o Brad Pitt— y en un tris puede verse besándola en la boca. Diríase el tesoro de los pobres diablos. De igual manera, otras aplicaciones pueden hacer cantar a los bebés como ángeles y a sus padres como estrellas de la ópera. Semejante desdén por la imaginación me provocaba la dentera bastante para mirar con asco el artilugio, pero ya estaba ahí la punta del anzuelo. Sólo faltaba la carnada precisa.

Es evidente que de aquí a pocos años encontrará uno sosas y primitivas las invenciones que ahora le deslumbran, y que en el fondo son chatarra pura, pero eso me decían mis mayores cuando me cautivaba alguna baratija reluciente y no podía dejar de manosearla. Y bien, que son las 5:45, el cielo ya amenaza con clarear y sigo como un bobo delante del teléfono. De las miles de fotos que ahí guardo —no acostumbro borrarlas, crecí pagando mucho por los revelados— elijo las que tienen rostros definidos para jugar con ellas en la aplicación y obtener una y otra caricatura, de acuerdo a mis antojos más estrambóticos. Cuernos, colmillos, alas, todo puedo ponerles. Sonrío como un niño de imaginar qué dirán mis amigos cuando las reciban.

He ahí otro claro síntoma de candor. Me siento original, aun sabiendo que el chunche se ha instalado asimismo en millones de teléfonos y con toda certeza somos muchedumbre los que en estos momentos jugueteamos con él (algo tiene la magia de la electrónica que hace a los ordinarios pensarse singulares, y no soy la

excepción). Siempre envidié a los caricaturistas, de modo que me digo que este fútil intento de emularlos sin mérito tiene que resarcirme en alguna medida.

Algo falta, no obstante, en mi nuevo juguete. ¿Malicia, a lo mejor? ¿Arrojo, mala leche, inspiración? Cuando se sienta uno a pergeñar un texto —o trazar un dibujo, o hacer una canción— siempre llega el momento de saltar más allá de lo esperable. Soltarse la melena. Atreverse a lo absurdo, lo hiriente, lo sardónico, incluso lo procaz, con tal de resistirse a lo habitual y abrir una ventana insospechada. Tal es, en cualquier caso, el toque humano que la IA no sabe improvisar, toda vez que no es fruto de la inteligencia, sino del instinto. Y ese no se replica en microchips.

Estamos en la infancia de la IA. Jugamos a ser niños con un invento del que probablemente en algún tiempo nos haremos esclavos, so pena de ser vistos como animales raros y obsoletos. Me lo dice el instinto, que por supuesto es más listo que yo.

  • Xavier Velasco
  • Narrador, cronista, ensayista y guionista. Realizó estudios de Literatura y de Ciencias Políticas, en la Universidad Iberoamericana. Premio Alfaguara de Novela 2003 por Diablo guardián. / Escribe todos los sábados su columna Pronóstico del Clímax.
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