“¡No seas exagerado!”, se nos dice y hasta se nos regaña cuando osamos emplear la palabra maldita. Basta con insinuarla para que estallen las risas burlonas y se nos mire con curiosidad clínica. ¿Cómo que dictadura? ¿No será mala fe lo que me empuja a mirar de ese modo lo que, según afirman quienes hoy día detentan el poder absoluto, es nada menos que plenitud democrática?
El problema comienza con la nomenclatura. Una de las más rancias y feroces dictaduras del siglo pasado solía ser la República Democrática Alemana, cuyo nombre era un chiste para iniciados. ¿Qué clase de democracia riega plomo contra cualquiera que intente abandonar su territorio? Uno de los rasgos comunes a las dictaduras es la manía de retorcer y entrampar el lenguaje, a base de eufemismos mañosos y abusivos que en realidad no quieren decir nada, o expresan justamente lo contrario de lo que proclaman.
Si promueven la venta de leche rancia, le llaman Superleche y nos restriegan que ha sido concebida para el bien del pueblo. Si resulta que son ineptos y corruptos, se declaran los más aptos y honestos del planeta. Si sus finanzas andan por los suelos, proclaman una mágica bonanza que sólo ellos encuentran verosímil. Atreverse a poner semejantes patrañas en tela de juicio es, en consecuencia, declararse enemigo del pueblo susodicho. Palabra de dictador.
Rara es la dictadura que consigue instaurarse de un día para otro. El modus operandi de los autoritarios de estos tiempos consiste en recortar uno por uno, con tijeras pequeñas, los derechos de la ciudadanía, y hacer la pantomima de que siguen ahí, con otro nombre, y que son preferibles a los precedentes. El solo hecho de transformar al ciudadano individual en pueblo colectivo, sujeto a la benévola potestad del Estado, equivale a endilgarle los pantalones cortos. No es dueño de sus actos, ni de sus juicios, toda vez que estos son dictados e impuestos por una camarilla que se arroga el derecho a decidir qué es lo que más conviene a cada cual. Y a prohibir, de una vez, todo aquello que encuentran inconveniente.
Pocas cosas agravian tanto a los autoritarios como que uno se tome la libertad de llamar a las cosas por su nombre. Se inquietan, se espeluznan y se esponjan si llegan a escuchar una verdad incómoda. Es claro que en el mundo con que sueñan no caben disensiones ni mejor opinión que la del líder, pues si éste les ha dicho que el cielo es amarillo solamente un traidor sostendrá que es azul. Acomodar las leyes, la economía y el sistema político a estas y otras absurdas veleidades, valiéndose de trampas, falsedades y dobles intenciones, es trabajar en pos de una dictadura.
Vive uno bajo el hierro del autoritarismo cuando no le es posible defenderse de él. Es decir, cuando las instancias pertinentes —justo las que tendrían que interceder por los derechos del ciudadano— son también controladas por el Estado y sirven solamente a sus intereses. Sobrevivir en una tiranía es saberse pequeño y enseñarse a callar ante el grito estridente de la ideología. De ahí que uno de los signos infalibles de que se vive bajo una tiranía es el límite a la libertad de expresión. Cuando el Estado impone lo que puedes o no manifestar, estás bajo la bota de una dictadura.
Si lo que pienso, declaro o escribo es moral o inmoral, benéfico o dañino, erróneo o verdadero, ingenioso o perverso, no compete al Estado decidirlo, menos aún sancionarlo en la persona de un oficioso burócrata que como tal tendría que rendirme cuentas, en lugar de venir a pedírmelas. Y lo mismo sucede con todo aquello que uno come, bebe o fuma. Ningún funcionario ebrio de ideología y ansias de poder sabe mejor que yo lo que me cuadra. Puesto en pocas palabras: ahí donde hay censura, hay dictadura.