Un asalto en la calle presupone el encuentro de dos miedos. Si a quien sufre el asalto le arrebatan la calma las amenazas del asaltante, éste le teme a su desasosiego. Quienes un día rompimos, a fuerza de alaridos, el pacto de sigilo con nuestro agresor, y enseguida lo vimos huir despavorido de la escena, entendemos que en ciertas circunstancias el horror es más fuerte que el ataque. “¿Qué le pasa a este idiota, si yo ni le he hecho nada?”, tiene que preguntarse el facineroso, no bien lo ensordece uno con sus gritos y le echa encima su perturbación. Tal es el miedo de Nicolás Maduro.
Hoy que la DEA ofrece veinticinco millones de dólares a quien haga posible la captura del dictador metido a narcotraficante —o viceversa, acaso— no es difícil hallar detrás de sus soflamas la presencia de un cierto pavor desorbitado. Igual que el forajido que escapa hacia adelante sin mayor perspectiva que la de repartir plomo a granel, Maduro y su gavilla de pendencieros saben que es ya muy tarde para negociar. Si sus barrabasadas son con frecuencia ajenas a la cordura, ello es porque los argumentos racionales terminan desnudando sus excesos. No pueden darse el lujo de pelear limpiamente; lo suyo son la trampa y la mentira en su versión más burda, destinada a infundir esa mezcla de pánico y repelús que suelen provocar los energúmenos.
Hace tiempo que no llevan careta. Ni falta que les hace, si tienen en sus garras al ejército y al entero aparato gubernamental, amén del monopolio del tráfico de drogas y el apoyo del crimen organizado. Son, por supuesto, inmensamente ricos, y como hablan en nombre de los pobres viven haciendo extraños equilibrios entre la hipocresía y el cinismo. Sus consignas vetustas y vacías tendrían que mover a carcajadas, si no estuvieran ahí para aterrorizar a quienes las padecen. ¿Quién se queda tranquilo tras escuchar a un narcotraficante darle a elegir entre patria o muerte? ¿Qué sería la “patria” en tales circunstancias? ¿Hacia dónde escapar cuando los criminales sojuzgan y encarcelan a los inocentes en nombre de una patria de cartón que solamente a ellos protege y amamanta?
Algo está descompuesto —quise decir podrido— en un país donde los servidores públicos desafían e insultan a los ciudadanos por no pensar como ellos, y aun por no aplaudirles. Esa sola palabra —ciudadano— les escuece, por cuanto hallan en ella la exigencia de algún respeto individual que en sus cabezas suena a sedición. Si otros llaman “hermanos” a los creyentes para sacar provecho de su buena fe, algo no muy distinto hacen quienes someten a los ingenuos con el mote oportuno de “compañero”. Hay un chantaje implícito en esas atenciones, mismas que al retirarse por tal o cual motivo —verdadero o ficticio, eso da igual— hacen del receptor un apestado.
Es curioso, y de hecho revelador, que una teocracia ultraconservadora como Irán se ubique justo al lado de gorilatos como Venezuela, Cuba y Nicaragua, que insisten en llamarse “progresistas” para disimular su ranciedumbre. Resulta vergonzoso, además de hilarante, ver que sus “asambleas” se componen de un mandamás gritón y amenazante, frente al cual nadie osa dejar de alzar la mano ante cualquier sugerencia abusiva. ¿Quién que conserve un poco de apego a su pellejo va a decirle que no a Diosdado Cabello, entre una muchedumbre de lacayos miedosos, serviles y brutales?
Desde la perspectiva del maleante, no hay apoyo más grande que el silencio. Todas las tiranías cuentan con él, en especial aquellas donde el tirano forma parte del hampa y la representa. La ley, se entiende, es suya, y la aplica o ignora según la sumisión de cada súbdito. El fascismo procaz, insolente y babeante da por hecho la discreción forzada de sus víctimas porque, al fin bravucón, se empeña en ocultar sus miedos más recónditos. Tropical Mussolini, le llamó Carlos Fuentes a Hugo Chávez. ¿Qué no habría dicho de Nicolás Maduro?