Las primeras víctimas de las prohibiciones suelen ser justamente quienes las ejecutan...
Pocas actividades le parecen a uno tan interesantes como aquellas que le han sido prohibidas. “Es por tu bien”, nos dicen, asumiendo que saben mejor que nosotros qué es lo que nos conviene. Cosa muy comprensible mientras somos aún gente menuda y estamos a merced de nuestra inexperiencia. Hasta que llega el tiempo de ponerse uno a prueba y atravesar algunos de los límites impuestos por la gente mayor. Toca entonces pagar el precio de unas cuantas imprudencias, o en su caso burlarse de ciertas restricciones que llegada una edad aparecen ridículas.
Recuerdo, por ejemplo, la prohibición de meterte a nadar después de la comida. “Hay que esperar tres horas”, nos decían, pues de otra manera corríamos el peligro de ahogarnos. Y como aquellos ciento ochenta minutos resultaban eternos desde la percepción de la niñez, terminaba uno por echarse al agua en la mitad del tiempo establecido, esperando que los adultos relajaran la estricta vigilancia que aquel veto tenaz les exigía.
El problema, en efecto, es que las primeras víctimas de las prohibiciones suelen ser justamente quienes las ejecutan. Nunca es lo mismo responsabilizarse por lo que uno hace que por lo que los otros no deben hacer, pues si quien se propone burlar un interdicto no necesita más que sus cinco sentidos, la gente que se encarga de evitarlo ha de tener mil ojos, orejas y narices para no resultar burlada en el intento. De ahí que con frecuencia los vigilantes sean más y mejor vigilados que aquellos a quienes en teoría custodian.
Crecí en un país paternalista, donde la mayoría de edad sólo era ejercida a plenitud por quienes disfrutaban del bastante poder adquisitivo para viajar a otros países donde a los ciudadanos se les trataba como tales. Teníamos proscrito el acceso a revistas, películas y espectáculos que, según la opinión de nuestros gobernantes, podían ser nocivos para los mexicanos, whatever that meant. Encontrábamos, pues, maneras de saltarnos esas trancas, ya fuera con ingenio, sobornos o el apoyo de amigos que asimismo reclamaban el trato de mayores de edad. Debíamos no obstante, como niños, cumplir nuestros antojos a escondidas: era esa la medida de nuestra libertad.
Llevo toda la vida escuchando la cantaleta del Estado sobre la guerra a las drogas, misma que ha ido perdiendo batalla tras batalla, indefectiblemente. El resultado de esto es que las drogas recreativas siguen oficialmente inaccesibles, pero adquirirlas es más fácil que nunca. Y esto a cualquier edad, ya que evidentemente no hay el menor control ni protección alguna de las autoridades responsables. Debe de ser frustrante, además de grotesco y vergonzoso, ser responsable de una lista de compromisos que jamás en la vida vas a poder cumplir.
Es significativo que los impulsores de estos despropósitos sean todos políticos: gente que aspira a ser calificada por la pura apariencia de sus actos, habituada a tomar medidas fotogénicas cuya eficacia poco le preocupa. Más que proyectos sólidos y factibles, proponen un rosario de buenas intenciones que no van más allá del aspecto cosmético, único que en verdad les interesa. Y cuando ven que no salen las cuentas, no falta quien se saque de la manga alguna prohibición lustrosa y terminante, para que no se diga que se cruzan de brazos.
Las prohibiciones son la panacea de quienes se dedican al comercio clandestino. Si los medicamentos regulares han de pasar por estrictos controles sanitarios, la mercancía ofrecida por el hampa está libre de toda supervisión. Pueden vender veneno, si se les da la gana, que no habrá quien lo impida ni quizá lo castigue. Pero he aquí que el Estado ha decidido que tal o cual sustancia me envenena —el colmo del ridículo: los vapeadores—, de modo que me niega su acceso legal y las garantías que deberían acompañarle. Y si he de persistir en mi capricho (como quien dice, si me porto mal) me condena a entenderme con criminales. Es 2024 y vivo en un país donde los ciudadanos llevan pantalón corto.