Enero es una suerte de lunes somnoliento que se extiende a lo largo de 744 horas no exactamente hábiles...
Los propósitos de Año Nuevo me dan risa. Perdón por el cinismo, pero no me la aguanto y de hecho la disfruto porque tengo experiencia en el asunto. Más de una vez me he dicho, en estos días, que soy un hombre nuevo, sólo para llegar a fin de mes con la evidencia a cuestas de que el nuevo fulano salió peor. ¿Será que es la fatiga de los materiales, o que la sola traición al propósito lo hace a uno un poco menos digno de confianza?
“El ser humano vuelve a empezar todos los días, a pesar de todo lo que sabe, contra todo lo que sabe”, decía Emil Cioran, pleno de ese humor ácido y pendenciero que es fácil confundir con amargura. También escribió Cioran que “tememos a la enormidad de lo posible”, y acaso eso nos ayude a explicar el oscuro por qué de los buenos propósitos. Un nuevo año es como una hoja en blanco, de modo que empezarlo corriendo muy temprano por el parque parece una artimaña poderosa para espantar al diablo y pretender que no lo traemos dentro.
Enero es una suerte de lunes somnoliento que se extiende a lo largo de 744 horas no exactamente hábiles. A menudo sucede que los pagos que debieron caernos a fines de noviembre se posponen hasta entrado febrero. Todo sigue a la venta, pero no hay quien lo compre. Reinan la culpa y el recogimiento por los excesos de noviembre y diciembre, evidenciados por los estados de cuenta que nos acechan por toda la casa, seguramente para hacernos conscientes de que en un año nuevo de verdad no debería haber sitio para las deudas viejas.
La gente afortunada se pasa buena parte del mes vacacionando. “No ha regresado el señor licenciado…”, se disculpa el cajero. De modo que tu cheque seguirá sin firmarse hasta que el susodicho y su familia regresen de Barbados o Río de Janeiro, pues en su caso los buenos propósitos no implican sacrificios sino recompensas. Actitud envidiable, hay que reconocerlo. ¿Quién no preferiría proponerse dos horas diarias de kayak y esquí acuático en vez de consagrarse a los diarios esprints con sabor a monóxido de carbono?
No cambia uno porque cambie el año, a menos que le ocurra un accidente. El amor, por ejemplo, es lo mejor que puede sucederte en enero. Caer enamorado en días como estos es mudarte a vivir a un diciembre privado, extenso y luminoso que habrá de suscitar envidias más profundas y podridas que las ocasionadas por los ricos. ¿Qué mejor prueba existe de un feliz año nuevo que la sonrisa imbécil de los recién prendados? ¿Quién cambiaría mil besos ardientes en invierno por un triste resort en Bora-Bora? ¿Qué sabe la pasión del frío imperante?
Se ríe uno de los buenos propósitos como los amargados de los enamorados. “Yo ya vi esa película”, masculla, no sin cierta mala leche, porque como bien dicen los gringos, miserylovescompany. Lo cierto, en todo caso, es que me pitorreo a mis costillas porque ya lo he intentado infinidad de veces y no hallo diferencia en el espejo, más allá de las nuevas mañas adquiridas. Como dice mi suegra, con la sabiduría propia del buen humor, más que cambiar, refino.
Cada vez que traiciono un buen propósito, pierdo un poco de fe en mí mismo. Síntoma de que el caldo me ha salido más caro que las albóndigas. ¿Quién me dice, además, que un propósito ajeno a mis capacidades o mis intereses puede aspirar a ser considerado “bueno”? No he olvidado el primero de enero que saludé saliendo en bicicleta por ahí de las siete de la mañana. Tras dos cuadras tortuosas, lacerantes y antárticas, recibí como un premio celestial el reingreso inmediato a las cobijas, donde ya me aguardaba un palpitante idilio con la vida, más la tibia certeza de que el año era nuevo, pero yo no. Y entonces sí: los dos fuimos felices.