Uno de los mundanos privilegios que como mexicano encuentro incomprensible es el de los títulos nobiliarios. No consigo entender la chulería de condes y duquesas por una condición decorativa que nada tiene que ver con sus méritos. Y no es que sea yo “muy mexicano”, puesto que semejante calificativo —abstracto, chabacano, fanfarrón— tampoco me parece digno de presunción. Haber nacido aquí o allá, del vientre de Mengana o de Zutana, con la carne de este o aquel color, no es algo que se pueda conquistar o cambiar. Luego entonces, no da para jactancia ni vergüenza.
Trasladar las virtudes de un ser humano a otro por factores ajenos a sus merecimientos es tanto como odiarle por las mismas razones. Pues si venir al mundo con tal o cual ventaja innata y permanente es ya motivo de honra, lo será de vergüenza carecer de esa suerte. No media gran distancia entre el engreimiento y el desprecio, en especial si quienes los ejercen traen a cuestas un mundo de complejos del que sólo parece librarles la soberbia. Y tal es el problema: nada más lo parece.
Ser el primo, la hija, la novia o el cuñado de alguien a quien se juzga prominente no te da prominencia, ni se suma a tus méritos, por la misma razón que peras y manzanas van en cuentas distintas. Albergar un orgullo a este respecto no es menos demencial que tomar por estigma un apellido o una procedencia, y cabría decir que una cosa conduce a la otra, si bien parece un hecho que esos y otros antecedentes accesorios tienen hoy día un peso y una trascendencia que nos sonrojaría reconocer. Cada orgullo gratuito supone una deshonra inmotivada: no son pocos quienes nos compadecen por el pecado de no ser como ellos. De ahí a la abierta tirria median sólo unos pasos cuesta abajo.
El orgullo gratuito tiende a dar a la suerte por justa y consecuente. Si vivo como rey, algo especial tendré. Si nací de este lado del río, es porque estaba escrito en mi destino. Si heredé buena fama de mis padres, su prestigio tendrá que ser el mío. Y si pasa que soy un criminal, un bueno para nada, un infame absoluto, ¿tendrían que cargar los míos con mis culpas y arrastrarlas hasta el fin de sus vidas? Nazis y estalinistas, entre otros, lo pensaban y actuaban en consecuencia. Bajo la tiranía del orgullo gratuito, prestigio y desprestigio resultan contagiosos y hereditarios.
Los orgullos gratuitos nacen y se cultivan en la casa. Gran parte de la brecha generacional tiene que ver con la ilusión paterna de encontrar en los hijos sus virtudes, y hasta aun sus defectos. A menudo pagamos una cuota por pensar diferente que quien nos dio la vida, amén de dar la cara ante quienes por ello nos ven con desconfianza. Albergamos, a veces, la secreta ambición de que papá o mamá terminen ufanándose de nuestra rebeldía, pues ello nos parece más digno de aplaudirse que el mérito dudoso de quien sólo ha seguido una línea punteada.
Mi familia paterna solía rendir culto a los mujeriegos. Crecí oyendo a los tíos pavonearse por sus capacidades amatorias, inclusive delante de las tías, con el orgullo propio de una casta elegida. “¡Somos rete viejeros!”, celebraban, entre risas sobradas y guiños vivarachos, cual si de esa manera probaran ser ya no hombres, sino muy hombres. Una preocupación, según la miro ahora, de por sí preocupante.
El orgullo gratuito se nota y se ve mal, por más que quien lo siente y lo presume se quiera objeto de especial estima. Hoy que la gente vive en pos de la apariencia, ridículo y prestancia se han vuelto confundibles a los ojos de una masa resuelta a ser notoria, así sea por los peores motivos. No es raro, por lo tanto, que hoy en día la gente más altiva sea la que más lástima nos da.