Chilango al fin, mi buena educación estriba en declararme dispuesto a todo y listo para nada...
“¿Pero qué día y a qué hora quieres que nos veamos?”, inquiere atentamente el amigo fuereño, al tiempo que echa mano del teléfono y consulta su agenda de la semana próxima. La verdad es que no sabría explicarle por qué súbitamente me siento amenazado por su amabilidad, pero igual ya me esmero en ocultarlo detrás de una evasiva del tipo “yo te llamo…”, “ahí nos buscamos…” o “déjame ver y te mando un WhatsApp”. Lo peor es que fui yo quien sugirió el encuentro, si bien un poco al modo de quien te dice que “estás en tu casa”, y no por eso espera que te mudes mañana. Chilango al fin, mi buena educación estriba en declararme dispuesto a todo y listo para nada.
“Yo sé que tienes muchos compromisos…”, se excusa en el teléfono cierta amable señora que obviamente no sabe que, como buen chilango, odio los compromisos y trato de eludirlos con un gran arsenal de subterfugios, mismos que con el tiempo he ido coleccionando en defensa de mi espacio vital. ¿O será que la doña es asimismo una chilanga esquiva y me lo dice para desarmarme por la vía del ego apapachado? Lo cierto, en todo caso, es que la cantidad de compromisos que uno arrastra resulta inversamente proporcional a su capacidad de satisfacerlos. Y la culpa, se entiende, la tiene la ciudad.
“¡Seguimos en contacto…!”, se despide sonriente Perengano, y yo le correspondo, ya en retirada, dándole vuelta al índice al lado de la oreja, que igual quiere decir “yo te llamo”, “tú me llamas” o “ahí nos llamamos”. O sea que lo realmente probable es que en los meses o años que se avecinan no volvamos a vernos ni a llamarnos, sin que ello afecte el pacto de cortesía que recién suscribimos, donde sin duda consta nuestra mutua intención de seguir en contacto, así sea por mera telepatía. Y es que, claro, tenemos cantidad de compromisos.
“¡Ay, me vas a matar…!”, se excusa, días antes de la cita, la amiga del colegio con quien iba a encontrarme en un café. Me toca lamentarlo y comprenderlo, como todo chilango alivianado, pero igual me quitó un fardo de encima. Conforme se acercaba el día convenido, preguntábame con creciente insistencia de qué demonios íbamos a hablar y por qué me había yo comprometido a algo que francamente me mataba de hueva. ¿No era un alivio, al fin, sentirse en tal medida correspondido? ¿Verdad que la franqueza suele entenderse mal con la cortesía? A menos, por supuesto, que sea uno chilango y consiga mezclarlas sin comprometerse.
“¡No te pierdas…!”, sugieren los amigos a quienes me he encontrado por casualidad, y al cabo se contentan con el “¡No, cómo crees!” que reafirma las ganas relativas que tenemos de vernos otra vez. No es que me caigan mal, ni que no me gustara saludarlos, de ahí que prometiéramos, en el tono ligero que nos caracteriza (o en fin, nos acomoda), aquello a lo que nunca nos comprometeremos. O lo haremos, quizás, a reserva de volver a pensarlo. Pues grosero sería no decirnos dispuestos a algo para lo que no estaremos listos.
“¡No tenemos remedio!”, decimos, nos reímos y meneamos la cabeza, tras la tercera o cuarta promesa inconsecuente, como dos diputados farolones. Mucho nos lamentamos de que nuestros políticos sólo se comprometen de dientes para afuera. YouTube está repleto de promesas solemnes que han pasado al olvido tan pronto como fueron pronunciadas. Y tal como esos amos de la simulación se entienden en sentido figurado, nos hemos enseñado a descifrar los sutiles mensajes de la inconsecuencia.
Nada de esto es motivo de jactancia, especialmente en tiempos de postpandemia y claustrofilia. Las zonas de confort se han ensanchado, los peligros de afuera se multiplican y cada día parece más osado asomar la nariz a la calle. Tal vez sea momento de hacer algunos cuantos compromisos y enterrar al chilango abúlico y miedoso que hace tiempo nos hizo sus rehenes.