Oficio: novelista

Ciudad de México /
Este trabajo es más calamidad que recompensa. René Soto

Joven colega,

Perdón que me dirija a usted de esta manera tan acartonada, pero asumo que así lo exige la ocasión. Hace ya un par de días que le escuché expresarse en torno a nuestro oficio con la fascinación que alguna vez, hace ya algunos años, hizo su presa de quien esto escribe y le llevó a creerse depositario de una misión sublime. “Siente uno que se eleva al escribir”, exclamó usted antier, presa de un arrebato de franqueza que sin embargo me hizo pegar un respingo, ignoro qué tan bien disimulado.

Sentí el impulso de contradecirle, no porque no entendiera ni hubiese compartido su mismo sentimiento en otro tiempo, sino precisamente porque lo conozco y sé el precio que tiene la levitación en el curso del quehacer literario. ¿Pero quién era yo para desencantarle, aun en caso de que fuese posible? ¿Cómo le niego que experimenté cierta podrida envidia retrospectiva por tales vuelos místicos, mismos que en su momento me llenaron el coco de humos épicos? Piensa uno, en esos años, que eligió esta carrera en un golpe de arrojo, dadas las advertencias de sus mayores. “¡Te vas a morir de hambre!”, le alertaban, y se daba uno el gusto de ignorarlos, lejos de sospechar que no era valentía, sino resignación lo que más falta hacía para dar el gran paso. Porque usted no escogió, sino que fue escogido, pero es aún temprano para saberlo.

No niego que es bonito levitar. Aquel momento mágico en el cual las palabras parecen sonreírle y se ve por encima de los demás mortales tiene toda la facha de epifanía, y ello sería causa suficiente para poner en duda su veracidad. ¿Pero quién que retoce en las alturas tiene el menor deseo de aterrizar? El envanecimiento puede ser una compensación adelantada por todos los fracasos que vendrán, y sin los cuales no será capaz de moverse un centímetro de donde está. A nadie le cae mal una probada de exquisitez, pero ésta, como el éxito, nada le enseñará, y de hecho es muy probable que le ocasione más problemas de los que ya le aguardan.

Pensé en decirle, la noche de anteayer, que este oficio al que usted encuentra excelso es más calamidad que recompensa, como ocurre con tantos romances lacerantes de los que sin embargo la gente no reniega, y al contrario: se aferra más a ellos conforme peor le tratan. Recuerdo que a su edad me gustaba creer que no era yo, sino una voz angélica quien dictaba las líneas que escribía. ¿Pero cómo explicar que al paso de unos días o semanas aquel texto me pareciera lo bastante cursi para darme punzadas de repelús? ¿Quién había sido entonces el gaznápiro alado que me lo dictó?

La imaginación vuela, pero el cuerpo se estrella contra la realidad. Y sin embargo esto es aún preferible a la soberbia hueca de quien se cree tocado por los dioses después de haber escrito un par de párrafos en su opinión perfectos (perdone que me ría). Créame que he hecho varias de esas líneas altivas, y hasta donde recuerdo no sirvieron para maldita la cosa. No escribe uno en busca de lisonjas, sino peleando en contra de su peor enemigo, que es ese acomplejado al que llamamos ego. Vamos, no hay novelista que lo sobreviva.

Dirá usted que la vida me ha hecho cínico, pero yo soy aquí el que menos importa. Nuestra misión estriba en desaparecer detrás de nuestras líneas. ¿Cómo, de otra manera, lograríamos engañar a quien nos lee (que para eso nos lee, precisamente)? A mí también me gustaría volar muy alto con cada renglón, pero ese es privilegio de lector y usted lo sabe tan bien como yo. Deje que los políticos se regodeen con esas fruslerías, que lo nuestro es chocar contra tierra y buscar los aciertos en nuestros errores. ¿Le suena masoquista? A mí también, y a estas alturas sé que no lo cambiaría por el cielo. 


  • Xavier Velasco
  • Narrador, cronista, ensayista y guionista. Realizó estudios de Literatura y de Ciencias Políticas, en la Universidad Iberoamericana. Premio Alfaguara de Novela 2003 por Diablo guardián. / Escribe todos los sábados su columna Pronóstico del Clímax.
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