Una de las funciones primordiales del Día de las Madres consiste en reafirmar a las festejadas en la certeza del carácter angélico de sus retoños. Mucho debió esmerarse el prefecto Méndez —delgado, bigotón, enérgico, implacable; la encarnación del diablo, si me preguntaban— en convencer a mi progenitora de que, con apenas nueve años, era yo poco menos que un demonio encarnado, pero según recuerdo sus esfuerzos topaban invariablemente con pared. Ya podía la buena de Alicia reconvenirme y administrarme innúmeros pellizcos y manazos, que de todas maneras, aunque no lo dijera, seguía ella encontrando alas en mis espaldas.
Aprovecha uno el décimo día de quinto mes para dar pulimento a su imagen filial, sobre todo si ésta se ve regularmente salpicada por los abominables reportes escolares. Aquel año, no obstante, como mejor diría Joaquín Sabina, el diablo fue y se puso de mi parte. Contra todo pronóstico, la maestra de canto me seleccionó para engrosar el coro de angelitos que cantaría el Ave María en lo alto de la iglesia central de Coyoacán, justo en el mero Día de las Madres. Vamos, en realidad la mujer había elegido al salón entero para integrar el coro, pero igual mi mamá tenía otros datos.
A lo largo de varios meses de ensayar, terminamos cantando en un latín tan chafa como el inglés que empleábamos para entonar sonsonetes beatleanos —pura emulación fonética, sin la menor conciencia de lo canturreado— mas para su descanso las queridas autoras de nuestros días tampoco eran versadas en la lengua de Virgilio. Les tendría sin cuidado si cantábamos frutus en lugar de fructus, o si nuestro “quitolis pecata mundi” se escribía qui tollis peccata mundi.
Cuando el gran día llegó, numerosos alumnos hicieron asimismo su primera comunión, inspirados por nuestros cantos celestiales, en medio de un fervor que no era ajeno a la proximidad del fin de cursos. Día feliz, sin duda, y memorable. La mera idea de saberme allá arriba cantándole en latín, pródigo en aleluyas a su nombre, hizo volar tan alto a mi mamá que pasó un cierto tiempo antes de que el execrable prefecto consiguiera sembrar, una vez más, cizaña en su cabeza de madre envanecida por haber traído al mundo un querubín.
Al amparo de tanta bienaventuranza, di por hecho que seguiría en el coro del Colegio Tepeyac del Valle, pero ocurrió que el nuevo profesor de canto puso a prueba mis dotes de cantor… y dos gallos más tarde me sacó del coro. Cuando, al año siguiente, se celebró la misa de las madres, ya sin mi inmaculada participación, asistí al despropósito perdido entre el gentío, con el ánimo de un ángel caído cuya mala conducta recurrente le sería cobrada, en adelante, íntegra y al contado. Hasta hoy sigo creyendo que esa jugada sucia fue obra del malévolo prefecto.
Al paso de los años, madre al fin, Alicia conservó la íntima certeza de que su único hijo había venido al mundo con aureola integrada. Y eso implicaba un compromiso de mi parte, de manera que, ya en la preparatoria, encontré la manera de hacerla sonreír tanto como aquel día en Coyoacán. Ya con las mañas propias del ángel expulsado de la gloria, me di a recorrer cierto nueve de mayo, junto a un amigo y socio de correrías, los pasillos de una maternidad de lujo. El ambiente, en la víspera del día grande, difícilmente podía ser más beatífico, de manera que nadie sospechó que aquel par de espectaculares arreglos florales (con los que muy sonrientes abandonamos el sanatorio) pudiera ser objeto de un robo descarado. “Ya tienen al bebé, ¿pa’ que quieren las flores?”, razonamos los dos, de camino a la calle.
“¡Cuánto gastaste, hijo!”, celebraría mi madre, arrebolada, y mientras yo insistía en restarle importancia al asunto del cochino dinero, pude ver en sus ojos extasiados la certidumbre de mi origen seráfico. ¡Tómala, prefecto! Y, finalmente, si ella así lo creía, ¿quién diablos era yo para quitarle el gusto en su mero día?