EL ÁNGEL EXTERMINADOR
Rogelio Garza
Gastar los últimos clavos del mes en dos boletos para despedir a los magazos del “blues maligno” es hacerle al valiente y jugarse un volado con el Diablo en el que solo puede caer cruz o cruz. Pero entre los aferrados a este pilar del rock y a toda su escandalosa descendencia, no había más destino que asistir a su último aquelarre en México. Black Sabbath se lanzó a la eternidad desde el Foro Sol y en multitud bíblica asistimos a su funeral para atestiguarlo.
Como suele decirse, el rock pudo sacar a los obreros de la fábrica de Birmingham, pero no pudo sacar la fábrica de los obreros: “Cuando eres clase trabajadora siempre piensas que no puedes rechazar el trabajo”, afirma Ozzy balbuceante. Es decir, siguieron siendo acereros pero trabajaron el metal de otra forma. Así empezó la dura historia de la madre metalera del stoner, el black, el doom y el grunge, entre otros ruidos rockeros. Y como decía la playera maternal que portaba una mamá en el concierto: “Nunca subestimes a una madre que escucha a Black Sabbath”.
48 años después de aquella tocada para veinteañeros en el Salón de Baile del Condado de Carlisle, la Ciudad de México no pudo lucir más infernal y apocalíptica para despedirlos: un clima lluvioso y frío, un tráfico de los mil demonios, inseguridad a flor de asfalto y dos autos ardiendo en llamas en periférico norte. Eso tan solo una hora antes de que abrieran sus enormes fauces eléctricas, cuando el grupo Rival Sons todavía les calentaba un foro repleto a pesar de todo. Por eso se conjuraron toda clase de supersticiones para detener la lluvia: cadenas de oración y hashtags en las redes, cuchillos clavados en los parques, veladoras de la Santa Muerte y estacas en el corazón de la ciudad. Y resultó, minutos antes del ritual rockero el cielo se abrió como las aguas ante Moisés y la Luna empezó a brillar sobre las casi 40 mil almas vendidas al Demoño por Ticketmaster.
Al filo de las 9:30, cuando empezaban a correr los ríos de cerveza y se respiraban los primeros hornazos, tras unas proyecciones que prometían las llamas eternas sonó el estruendo de El Mal. Era la canción con la que empezó todo, “Black Sabbath”, la sombra sonora inspirada en la película de horror de Mario Bava. Un sonido monumental y tres pantallas es todo lo que necesitaron para encender las flamas del rock tenebroso en el sótano del planeta. Enseguida desataron una tormenta eléctrica a fuego lento para rostizar prejuicios y dobles morales: “Fairies Wear Boots”, “After Forever” e “Into the Void” pusieron en marcha y a tono esa maquinaria de sonido que nos hacía sentir las vibraciones en olas de calor. Cuatro tipos raros, montados en bestias de acero al rojo vivo a través del universo. Y en el centro de ese universo, el Ozzy, ese orate que mutó de una infancia miserable y una juventud delincuencial a multimillonaria, ridícula y sobrehumana estrella de rock. Está en su DNA, en sus cromosomas de extraterrestre descubiertos en los estudios que le realizaron recientemente. En la fábrica de autos tenía que probar 900 cláxones al día, pero él se presentaba como “Afinador musical” en los bares de blues y rock, poco antes de trabajar en un rastro despachando animalitos al otro mundo. Después de la cárcel tuvo varios trabajos para desquiciar a cualquiera, pero él ya estaba desquiciado. Iluminado sobre el escenario, su santidad tenebra alzaba los brazos cual pope on dope y repartía bendiciones a diestra y siniestra: “I love you all. God bless you. We-love-you-all”, antes de soplarnos en la cara el polvo mágico de “Snowblind”, el rolón de la gripa instantánea. Y en seguida, “War Pigs”, que bien pudo escribirse hoy por la mañana, “Behind the Wall of Sleep” y “N.I.B.”, con el tradicional solo de bajo de Geezer Butler, autor de casi todas las letras con la idea de escribir “canciones de miedo” que surtieran el mismo efecto de una película de horror. Tocaron “Rat Salad”, cuando al baterista Tommy Clufetos —quien sudaba la gota gorda siguiendo a los viejitos donde Bill Ward no tiene substituto—, le salieron dos brazos más al ejecutar su solo.
Sin embargo, fue el zurdo quien se llevó la noche colgando al respetable en los cuernos de sus guitarras Gibson. Sabbath es la suma de sus partes, juntos construyen la atmósfera sonora en la que nos tenían sumergidos, pero Iommy es el metal cuando tocó “Iron Man”. El indestructible que acaba de librar una batalla contra el cáncer y tan sereno, levantando el infierno con seis cuerdas. El que inventó un estilo musical a partir de la adversidad. Este hombre solía operar una soldadora industrial, cuando una cortadora le prensó los dedos medio y anular de la mano derecha con la que digitaba las cuerdas de la guitarra. Se le advirtió que no podría volver a tocar, “El rock and roll se te ha acabado, muchacho. Búscate otra carrera”. La salvación le llegó redonda, su ex patrón le regaló un disco del guitarrista belga de jazz Django Reinhardt, considerado el primer jazzista europeo, quien desarrolló su método al perder el anular y el meñique de la mano izquierda en un incendio. Acto seguido, Iommy se inspiró y se inventó las prótesis de plástico y piel que hasta la fecha usa, aflojó las cuerdas de la guitarra y contra una decena de diagnósticos aprendió a tocar de nuevo con una técnica y un estilo propios. El metal es de quien lo trabaja. Iommy lo ha trabajado en todas sus formas, musicalmente es un innovador con las manos bendecidas por el hierro. Un guitarrista fuera de serie, pone por los aires toneladas de rock fundido, tan pesado y tan cósmico, tan acelerado y tan tranquilo, como en esa máxima de los emperadores romanos: “Apresúrate lentamente”.
En el último jalón de la máquina cabalgaron bajo la luna mexicana con “Dirty Women”, las mujeres que no salían corriendo de sus conciertos y conocidas en su anecdotario de humor negro como “cincobolseras”, tan bellas que tenían que ponerles cinco bolsas de papel en la cabeza antes de poder besarlas. Nos aplastaron como un tren a toda marcha con la imponente “Children of the Grave” y su call to action antes de que nos termine de cargar el payaso. Los feligreses siempre fieles, visibles como un océano de pantallas celulares, esperábamos que el ritual se alargara hacia el más allá. Se percibía un concierto corto aunque las versiones eran largas, pero también se notaba la fatiga de su santidad en el andar y el cantar. ¿Qué más se le puede pedir a estas alturas que no sea retirarse a disfrutar su baño imperial luego de haber crecido meando y cagando en una cubeta? “Buenas noches, motherfuckers”, dijo. Había llegado la hora final, The End como se anuncia la gira, el cierre que todos esperábamos para más tarde, esa canción donde se cruzaron papás e hijos, nietos y abuelos fumándose felices las humaredas de yerba: el clavo final que puso el Prince of the Fucking Darkness con su sello personal, “Paranoid”.