La desaparición del científico mexicano Jacobo Grinberg, en diciembre de 1994, desató las especulaciones más dispares e inverosímiles: unos dicen que lo secuestró la CIA y lo mantiene esclavo inventando armas para las guerras del futuro; otros, que está allá por gusto propio, los gringos le ofrecieron todo el dinero que quiso para sus investigaciones a cambio de esfumarse para siempre; incluso, que lo escondieron para que no lo mataran los rusos.
También hay quien cuenta que su esposa Teresa lo entregó a las agencias de espionaje yanqui o a la secta de seguidores de Carlos Castaneda —autor de Las enseñanzas de don Juan, que escribió de su propia iniciación con sustancias psicoactivas— porque este lo quería en sus filas, pero Grinberg lo detestaba por narcisista.
En internet hay teorías todavía más fantásticas. Con superpoderes de científico y maestro espiritual, Grinberg descubrió la matrix del universo, hackeó el sistema y literalmente pasó a otro plano: está en algún punto intermedio e incorpóreo de la realidad y el sueño. También hay teorías más aterrizadas: un lejano primo suyo, el académico mexicoestadunidense Ilan Stavans, especuló que Grinberg había comido demasiados hongos alucinógenos, tuvo un colapso nervioso y se perdió por ahí. Y hay quien pone las cosas en perspectiva, como su primera esposa —Lizette Arditti— que dice: en este país te pueden ‘desaparecer’ para robarte 500 pesos. Eso también le pudo haber ocurrido a Jacobo Grinberg.
En 1995 la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal asignó la investigación a su mejor detective, Clemente Padilla. Y él se fue por la teoría de la conspiración: lo había traicionado su segunda mujer, Teresa Mendoza, quien lo vendió al imperialismo yanqui. Su jefe, el procurador José Antonio González Fernández, sacó al comandante de la investigación, acaso porque le sonó muy ‘fumada’ la teoría. Un documental reciente, El secreto del doctor Grinberg (2022), retoma la hipótesis de Padilla. El documentalista Ida Cuéllar buscó sin éxito a Teresa Mendoza. Ella también había desaparecido misteriosamente.
Jacobo Grinberg, entonces de 47 años, se desvaneció sin dejar rastro días antes de celebrar su cumpleaños 48. No hay cuerpo, no hay sangre, no hay carta póstuma. Solo un hueco en el corazón de su hija Estusha, sus amigos y estudiantes. Treinta años después la figura de Grinberg se ha convertido en una de culto, un iluminado que aparece en memes con frases ingeniosas que se le atribuyen. Hoy, sus ex discípulos organizan encuentros para hablar de su memoria, sus aportaciones intelectuales y de lo que pudo haberle ocurrido.
Teresa se ha convertido en la principal sospechosa de la desaparición. Pero ella tampoco ha dado su versión. No aparece. Se dice que recogió sus cosas de la casa que compartía con Grinberg, se llevó al perro y nunca más se le volvió a ver.
¿Se puede ver con los ojos vendados? Jacobo Grinberg creía que sí. Estoy en el Primer retiro: El legado del doctor Grinberg, en una casona de Amozoc, Puebla. Hay 106 personas que han pagado, cada una, entre 6 mil y 10 mil pesos para pasar un fin de semana entre ceremonias chamánicas y conferencias sobre algunos de los temas que le apasionaban: la conciencia, la ‘teoría sintérgica’ y la meditación. Este domingo, 17 de marzo de 2024, estoy a punto de atestiguar cómo dos adolescentes pueden leer con los ojos cerrados.
Y ocurre. Primero pasa al frente un muchacho de secundaria. Le vendan los ojos y le piden que lea un cuaderno con apuntes a mano. Le cuesta trabajo leer la caligrafía. Pero lo consigue. Enfrente de todos está leyendo sin ver. Luego pasa su hermana, unos años mayor, lee la palabra “Producción” escrita en una hoja blanca y después describe un paisaje que se proyecta a sus espaldas. Su madre toma el micrófono, ella misma les enseñó la “visión extraocular”. Grinberg hubiera estado feliz. Enseñaba la visión extraocular a niños.
Nacido en la Ciudad de México en 1946, Grinberg fue un científico de frontera. Investigó el chamanismo, la telepatía, la cábala y la conciencia. Publicó una cincuentena de libros, desde manuales de Psicofisiología hasta novelas de ciencia ficción. Han pasado casi 30 años desde su desaparición. No dejó rastro. Tampoco se encontró su cuerpo.
Con el paso de las décadas, se ha convertido en una figura de culto. Existe un par de grupos de Facebook que llevan su nombre y suman un millón 200 mil seguidores. Sus libros, que se publicaban con tirajes pequeños, ahora se reimprimen por la filial mexicana de Penguin Random House, una de las casas editoriales más grandes del mundo.
Cuando desapareció, de un día para otro, un grupo de jóvenes se quedó sin su maestro. Tenían poco más de veinte años y eran estudiantes haciendo posgrados o servicio social en la Facultad de Psicología de la UNAM. Además de ser su mentor, también fue su maestro de yoga y ‘meditación autoalusiva’ —un invento del propio Grinberg—. Algunos de ellos quedaron en la orfandad académica y no se habían reunido en tres décadas, hasta este fin de semana de marzo, a las afueras de la ciudad de Puebla.
Acá están Manuel Delaflor, colaboró seis años con él y ahora vive en el Reino Unido. Está Leah Bella Attie, quien organizó el retiro y estaba a cargo del proyecto de “potencial transferido”. Algunos son declaradamente “grinberianos”, como Ruth Cerezo, quien creó la ‘neurosintergia’, una terapia psicológica basada en los hallazgos de su maestro. Otros hicieron sus carreras profesionales acompañados de un buen recuerdo de Jacobo, pero sin mayor asidero en las teorías del psicofisiólogo y escritor.
Los más de cien asistentes han tenido un fin de semana grinberiano: ejercicios chamánicos tepanecas, meditación guiada, pláticas sobre el libro sagrado chino I-ching, y una decena de conferencias acerca de los temas que le obsesionaron: la telepatía —con el elegante nombre de ‘potencial transferido’—, la posibilidad de manipular los rayos láser con la mente, y la relación entre la conciencia y la física cuántica.
De los cien asistentes, al menos una treintena se dedica a la terapia. Hay uno por ahí que capta la atención de los demás: es idéntico a Grinberg pero ronda los 30 años. Se llama José Carlos Piña y me dice que se está formando como “psiconauta”, alguien que aprendió a navegar en estados de conciencia alterados. En otras palabras: el experto que te guiará en un viaje de hongos o peyote. También algo muy grinberiano.
En el retiro ocurre un momento memorable: ocho excolaboradores de Grinberg dan una conferencia juntos. Son cuatro varones y cuatro mujeres. Cuentan anécdotas que retratan a su maestro: un hombre bajito, regordete, de barba negra: “un ewok”, dice José Luis Bueno; “un hobbit”, lo define Amira Valle; un hombre temperamental, que estaba consciente de que tenía un ego enorme: “¡Debo eliminar mi importancia personal, debo eliminar mi importancia personal!”, se repetía a veces en voz alta. Son exalumnos que buscan mantener vivo su legado científico y espiritual. Incluso, tres de ellos, Leah, Amira y Manuel, pretenden abrir un laboratorio para continuar con los experimentos que Grinberg dejó inconclusos.
Hablan también de su desaparición. José Luis Bueno Shin aventura la hipótesis de que a Jacobo le ofrecieron todos los laboratorios y recursos para irse a trabajar a la CIA, con el objetivo de manipular el rayo láser con el cerebro, y que pudo haber aceptado. La condición que —especula— puso la CIA fue ‘desaparecer’ por completo. Pero su opinión es impopular. Amira le responde que no, que Jacobo no hubiera abandonado a su hija. Manuel también rechaza la hipótesis: no tiene sentido que cualquier agencia del gobierno estadunidense le hubiera pedido desaparecer porque pudo haber aceptado ese trabajo de manera pública.
Pide la palabra a alguien de la audiencia. Se la dan. Es David Grinberg, profesor de Teoría de la Comunicación, en la Universidad Iberoamericana, y medio hermano de Jacobo, casi 22 años más joven que él. “Me tocó ver cómo llegaban invitaciones de universidades de Estados Unidos invitando a Jacobo y ofreciéndole sueldos exorbitantes, y como Jacobo los rompía en pedacitos”, dice, y con eso cierra la discusión.
Pero después viene la sorpresa. Leah cuenta que consultó a una vidente para comunicarse con el espíritu de Jacobo. Y la vidente lo encontró. Dice que Grinberg dijo:
—Tuve que desaparecer para pasar de bufón a héroe.
Aplausos del público.
Jacobo Grinberg, ¿un genio iluminado o un loco de remate?
Si se piensa en lo revolucionario de sus ideas, era un genio. Si se hace una lectura simplista de su libro más famoso, Pachita (1980), se piensa lo segundo. Pachita era una curandera que trasplantaba órganos, operaba cerebros —con todo y trepanación— y extirpaba tumores, equipada solamente con sus manos, una sierra de fierro y un cuchillo de monte.
Grinberg la conoció en la residencia oficial de Los Pinos. Los había presentado Margarita López-Portillo, hermana del entonces presidente. De acuerdo con el relato del propio Grinberg, a Pachita la poseía el espíritu del rey mexica Cuauhtémoc y, en ese estado de trance, hacía milagros en sus pacientes, que salían curados de enfermedades terminales o padecimientos crónicos. Grinberg presenció decenas de veces las cirugías de Pachita e incluso le dieron una tarea concreta: era el encargado de cerrar las heridas de los operados. No lo hacía con aguja e hilo de suturar, sino con sus manos y la energía de su mente.
Después de publicar Pachita, sus colegas lo tacharon de charlatán. Y es tentador buscar una explicación racional: Grinberg se vio inmerso en una alucinación colectiva; o pensó que hablar de chamanes le daría fama, o… ponga aquí su racionalización favorita. Lo cierto es que Grinberg fue más allá. Pachita —y el resto de los chamanes que estudió— acicatearon su más ambicioso proyecto intelectual: la ‘teoría sintérgica’, una teoría que nació para explicar la conciencia y terminó siendo una suerte de gran explicación del universo.
Decía Grinberg: existe un campo energético, la ‘lattice’ (tejido, celosía) que, en cada uno de sus puntos, contiene la información de todo el universo. El cerebro humano genera también un campo energético que interactúa con esa lattice y de esa interacción se produce la conciencia. Los chamanes, como Pachita y otros tantos, manejan esa interacción con más poder que los simples mortales. Por eso Pachita podía “generar” un riñón, un hígado, un pedazo de cerebro, con el simple poder de sus manos.
“Jacobo Grinberg hablaba de la teoría sintérgica todo el tiempo. No solo en el laboratorio, también cuando fuimos a la feria del mole, cuando estábamos en su casa haciendo chiles en nogada, Jacobo siempre estaba hablando de la teoría sintérgica”, recuerda Alejandro Tapia, quien colaboró en el laboratorio entre 1991 y 1992.
Grinberg creó otro concepto, el ‘potencial transferido’: quería probar que dos cerebros podían comunicarse a la distancia. Tenía la esperanza de demostrar la existencia de la telepatía.
En el laboratorio, dos personas conversaban durante unos minutos, después cada uno entraba a una cámara completamente aislada y a uno de los dos se le estimulaba con luces o sonido. Esa estimulación provocaba un pulso eléctrico en el cerebro. Lo que Grinberg quería demostrar es que ese mismo pulso eléctrico, en ese mismo momento, ocurría en el cerebro de la otra persona: los cerebros estaban en contacto, aunque estuvieran aislados uno del otro.
Y sí, sí ocurría. Pero no en todos los casos. Según Leah, el potencial transferido se probó en 25 por ciento de los casos. “Para la ciencia son casualidad. Como no se ha replicado con un nivel estadístico confiable, la comunidad científica lo ha eliminado de sus áreas de experimentación”.
El hombre del vocho amarillo
A inicios de los noventa, Jacobo Grinberg tenía un vocho azul celeste, cuyo color ya estaba deslavado después de años de uso. Pensó que era momento de cambiarlo y compró pintura amarilla. Lo que no se le ocurrió fue llevarlo a un taller donde rasparan la pintura antigua. Él mismo tomó la brocha y encimó el amarillo. Dice Alejandro Tapia —el que me cuenta la anécdota— que quedó chistoso: ni azul ni amarillo, pero que a Grinberg eso no le importó. Era un hombre desenfadado, que ponía su atención en las ideas y no en las apariencias.
Pero no siempre fue así. Grinberg nació en una familia judía que emigró de la colonia Condesa a Polanco. Los Grinberg iban a la sinagoga y estudiaban en el Colegio Israelita. La madre, Estusha Zylberbaum, murió de un tumor cerebral cuando Jacobo tenía apenas 12 años. El pequeño acompañó a su mamá en la agonía y la pérdida lo devastó. Dicen sus amigos que ese trauma lo llevaría a estudiar el cerebro años más tarde.
La suya se convirtió en una familia disfuncional —su padre tuvo otros dos hijos, David y el actor Ari Telch— y Grinberg huyó tan pronto como pudo: se alistó en un grupo sionista que lo mandó a vivir durante un año a un kibutz pegado a la Franja de Gaza. Ahí conoció a otra mexicana, Lizette Arditti. Se enamoraron y volvieron convertidos en novios. Se casaron pocos años después en la sinagoga de la colonia Roma.
Jacobo entró a estudiar Física, al año desertó, entonces se matriculó en Psicología en la UNAM. Eligió la rama más técnica: la Psicofisiología y tuvo de mentor al más duro de los maestros, Héctor Brust Carmona. Jacobo acudía al laboratorio de Brust vestido de traje y corbata e impecable bata gris. Era desdeñoso con la corriente freudiana y se sentía más cómodo con las mediciones de laboratorio.
Ese joven rígido y tradicional crecía en la fervorosa década de los sesenta, entre jipis, revolucionarios y jóvenes que descubrían la liberación sexual y experimentaban con drogas. Grinberg se sumó a las marchas del Movimiento Estudiantil de 1968 y, por suerte, se salvó de ir a Tlatelolco aquel 2 de octubre: se quedó en el laboratorio para salvar la vida de un gato enfermo.
En los setenta nació un nuevo Jacobo Grinberg. Se fue a Nueva York a un doctorado en Neurociencias, tuvo a su única hija, Estusha Grinberg Arditti —cantante y residente en Morelos— y nacieron sus ideas revolucionarias sobre la conciencia. Se separó de Lizette y, de un día para otro, se volvió escritor: empezó con textos técnicos de Psicofisiología y luego escribió ensayos, novelas y una autobiografía. Colgó los trajes y se vistió de guayabera, mezclilla y tenis.
Su primer laboratorio lo tuvo —paradojas de la vida— en una universidad conservadora: la Anáhuac, de los Legionarios de Cristo. En la década de los ochenta, la UNAM le dio el laboratorio número 23 de la Facultad de Psicología. Grinberg era un cazador de becas y financiamientos y lo equipó con los mejores equipos, computadoras, faxes y las ruidosas impresoras de puntitos. Dice Ilan Stavans que el mayor mérito de Grinberg fue su búsqueda por armonizar conocimientos dispares: “Era un científico hereje en misión”, escribió.
Y es verdad: Grinberg se tomó en serio la cábala judía, el budismo tibetano, el chamanismo mexicano. El mundo académico, tan rígido y lento para aceptar cambios, lo empezó a ver con desconfianza. Grinberg tenía una cabaña en Ahuatlán, Morelos. Los jueves cerraba el laboratorio y se iba a meditar y hacer yoga allá. Sus estudiantes lo seguían hasta este lugar.
Ruth —quien estudiaba su maestría con Grinberg en 1994— recibió una llamada el 8 de diciembre de 1994. Era Teresa Mendoza, la esposa de Jacobo. Le decía que no esperaran a su marido en el laboratorio porque se iban de viaje, primero a Campeche y luego al Tíbet. Transcurrieron semanas y Jacobo no aparecía. Después la policía descubrió que esos supuestos vuelos al Tíbet nunca se compraron. Y de Grinberg ya no se supo más.
Como sus cercanos supusieron que andaba en el Tíbet, dejaron pasar meses sin buscarlo. Hasta el 18 de septiembre de 1995, el diario Reforma dedicó una plana a denunciar su desaparición. La villana favorita ha sido Teresa, a quien se le ha acusado de haberlo “entregado” a agencias de espionaje. Sin embargo, hasta ahora tampoco hay pruebas convincentes de su responsabilidad, y nadie la ha localizado para pedirle su versión.
Jacobo Grinberg, mientras tanto, se ha convertido en una figura de culto para sus seguidores. Sus teorías revolucionarias aún esperan ser comprobadas científicamente.
Emiliano Ruiz Parra es reportero y tallerista de periodismo narrativo, ex titular de la Unidad de Investigaciones Periodísticas de la UNAM. Autor de libros de crónicas, como 'Golondrinas, un barrio marginal del tamaño del mundo'.
GSC/AMP