Había perdido la visión total en el ojo derecho y la estaba perdiendo en el izquierdo. Un tumor en la hipófisis presionaba sus nervios ópticos y los pronósticos no eran nada alentadores.
La noche del lunes 15 de marzo, Israel Nicolás se internó en el Instituto Nacional de Neurología de la Ciudad de México. Su esposa Oyuky viajó con él desde Actopan, Hidalgo, donde viven.
Cuando se cambió la ropa de civil y se colocó la bata, le invadió una profunda tristeza. Mientras los especialistas enlistaban todas las cosas que podrían salir mal, Israel no dejaba de pensar en sus hijos.
La probabilidad de sufrir una meningitis era alta. Existía el riesgo de que el cerebro se infectara por cualquier virus o bacteria. El líquido encefalorraquídeo podía salirse. Algunas fibras internas podrían quedar dañadas de forma permanente.
“Fue una de las noches más largas que he tenido en mi vida. Tenía mucho miedo de regresar a casa mal físicamente. Gracias a Dios me permitieron quedarme con el celular y empecé a recibir llamadas de mis amigos, de mi familia… Todo va a estar bien, Dios tiene el control, me decían”.
Ya de madrugada recordó una frase que vio en un video: “No te tomes la vida muy en serio, nadie sale vivo de ella”.
En un instante de paz logró conciliar el sueño, y enseguida despertó. “Llegan los médicos, me suben a la camilla. Recuerdo bien todo ese recorrido: llegamos al elevador, y cuando bajamos había una especie de túnel a través del cual llegamos al quirófano. Me recibieron los médicos, había como seis o siete. Me empezaron a decir sus nombres, sus especialidades y lo que iban a hacer”, recuerda.
Sobre la plancha lo deslumbró una enorme luz. En ese momento, solo pensó: “Señor, estoy aquí Dios”, y se abandonó a su fe.
El simple hecho de estar ahí ya era un milagro. Esta cirugía estaba programada hasta dentro de un año. La única solución era un servicio particular, para el cual necesitaban más de 300 mil pesos, dinero que no tenían.
La fe mueve montañas
Oyuky e Israel se tiraron a llorar por días antes de decidirse a encontrar una solución. Después, expusieron su caso en Facebook y organizaron la rifa de un carro que les donó un amigo. Apenas se vendió el 60 por ciento de los boletos, pero se abrió otra puerta.
“La verdad es que llegaron varias personas, una de ellas muy especial que nos dio la oportunidad en todos los sentidos. De lo que teníamos que esperar, todo se acortó a dos meses. Todo fue más rápido y eso me permitió recuperar mi vista”, asegura Israel.
Minutos que parecen horas
Aún desconocidos se habían sumado a la causa; era mucha gente la que estaba con ellos, pero en la hora de la operación, Oyuky se sintió más sola que nunca. “¿A qué hora me van a dar la noticia?”, preguntó a las 8:30 de la mañana. “Como a las 2 o 3 de la tarde”, respondieron.
Se sentó por una eternidad. No podía moverse.
Justo al medio día se escuchó su nombre en el altavoz. Oyuky lo sintió como un balde de agua fría. “Algo pasó, era muy temprano. Yo pensé lo peor”, confiesa.
El mismo túnel por el que había pasado Israel en la mañana fue recorrido por ella, pero parecía haberse alargado. Entonces su peor temor pasó frente a sus ojos: al final del corredor estaba su esposo, inconsciente; los médicos iban detrás de él muy apurados.
“La verdad es que tu mente vuela. ¿A quién le voy a llamar primero? ¿Qué voy a hacer? ¿A quién le digo que venga? Pensé en mis hijos, pensé en muchas cosas”.
Cuando llegó al final del pasillo, tuvo que esperar al médico. Si tardó dos minutos, para Oyuky fueron dos horas. “Bien, todo bien”, dijo al salir con total despreocupación, y le devolvió la vida.
“Vamos a sacarle una resonancia, una tomografía; puede pasar a verlo al rato”, agregó.
Ella quería saber todo con lujo de detalle, pero tuvo que esperar. Esa tarde lo vio, estaba muy mal. Vomitaba mucha sangre y no podía hablar. Oyuky solo veía como salían lágrimas de sus ojos y entre dientes decía: “¡Duele!”.
“Me sentía super mal, todo me dolía… pero no me importó, porque cuando abrí los ojos me di cuenta que mi vista estaba de regreso, todo el campo visual”, narra Israel.
“Todo el trayecto, lo que tuvimos que pasar, todo lo que vivimos, valió el esfuerzo. Dios generó esas conexiones divinas para que él no perdiera la vista”, afirma Oyuky.
La maldición que cayó sobre su familia ese 26 de diciembre, se convirtió en una bendición. “La verdad es que ahora veo las cosas diferente, literal; las veo con otro matiz, con otro espejo. Ahora sí me preocupa lo importante, lo urgente sé que va a salir con el día a día. Me mantengo con los pies en la tierra, viendo lo que es invaluable y disfrutándolo todos los días”, confiesa Israel.
“Ya te estabas emocionando porque te ibas a quedar viuda”, bromea con su esposa. Aún en tratamientos postoperatorios y muchos cuidados, mantiene el buen humor que lo caracteriza. Ya puede leer, y lo disfruta aún más. Volver a ver fue como volver a nacer.