El ruido es menor a lo acostumbrado en las calles aledañas de los mercados temporales de Tampico.
Son las seis de la mañana, los locatarios son los primeros en llegar. Se escucha el chirrido lastimoso que produce el abrir de cada una de las cortinas de metal que paradójicamente anuncian el inicio de la vendimia.
“Buenos días a todos, que tengan suerte hoy, que vendan mucho”, dice don Juan, uno de los veladores del lugar. La esperanza es plena en todos pero sus afligidos rostros muestran lo contrario pues los casos de contagios del covid-19 siguen en aumento y la clientela no viene al mercado como es costumbre.
José Antonio Reyes, se dedica a la venta de filete de trucha. Ahí está como todas las mañanas, paciente porque sabe que sus clientes ya le esperan; recibe el producto recién sacado del mar "estamos preocupados porque la gente no viene. En mi caso la pandemia poco ha afectado, tengo mis clientes y llevo el filete hasta sus restaurantes, pero aquí lo puedes ver".
José muestra en su rostro preocupación por sus compañeros quienes ofertan diferentes productos y tienen poca o nula venta. Las manecillas del reloj siguen su andar, el tiempo sigue su curso y las ventas simplemente no se dan.
Recargado en la pared de su local está don Janitzio Aguilar, cooperativista que se dedica a la venta de camarón; su rostro desencajado semicubierto con un cubre bocas es fiel reflejo que el día no pinta bien “esto está muy feo, ves solitos los pasillos, no hay venta. Hay días que vendes un poco hay otros que no vendes... extrañamos la cuaresma y los días de vacaciones de verano, hoy no hay nadie".
La gente llega a la vetusta mole de láminas y muros falsos, observa con detenimiento, cada locatario cuelga lo más vistoso posible sus productos preparando la escena donde su changarrito será el protagonista principal. Cada adorno, cada nueva cháchara, le proporciona un nuevo disfraz, una nueva vestimenta llena de vida, color y actitud.
En los pasillos, multiplicidad de ambientes, de personalidades, de actores, que hablan simultáneamente contando cada uno su propia historia.
“En 40 años, nunca había pasado esto”
En el lado de las cremerías está doña Esther, que, entre molidos y de hebra despacha quesos “estos son los mejores quesos del puerto, sin embargo, la situación ha sido difícil.
Este negocio tiene 40 años que lo emprendió mi abuelita y después mi papá, ahora me tocó a mí atenderlo y nunca había pasado esto, hay poca venta, la situación ha sido difícil para todos los compañeros", dice con mirada triste.
Hombres fuertes en mangas de camisa, con el rostro quemado por el sol y los años, descargan silenciosamente los camiones, van y vienen cargando cajas de naranjas, tomates y zanahorias mientras sudan copiosamente con el calor húmedo y cargado con la brisa del mar. Se trabaja duro, de sol a sol, sin parar. Francisco, uno de los llamados “diableros" seca el sudor de su frente, se detiene un poco, mira para todos lados buscando quien ocupe de sus servicios. "Siempre lo he dicho, en este barco estamos todos, si se hunde, todos nos hundimos. Esto está bien difícil, la pandemia nos vino a dar en la madre a todos, pero, aquí andamos luchando, no nos rendimos".
El mercado está en la zona antigua de la ciudad, desde ahí pueden verse los muelles, y esto le proporciona un colorido muy peculiar; se percibe en la lejanía el silbato de los barcos que entran pausadamente desde el mar, meciéndose sobre el oleaje del río Pánuco, mientras en lo alto, en el cielo azul se distingue de entre otros ruidos, el graznido de gaviotas sobrevolando una y otra vez la zona.
“Solo vendí una torta” Han transcurrido varias horas de un caluroso día, nadie se da por vencido...con mandil puesto, doña Rafaela espera la clientela que todos los días llega a su negocio de antojitos.
"Por la mañana solo vendí una torta de la barda e hice tres huevitos con chile verde y tres huevitos rojos para la venta de taquitos, es lo único vendido hoy.
Esperamos a que bajen a comer las muchachas que trabajan en las tiendas comerciales, la verdad es que bajan muy pocas porque como tienen sus horarios cortados muchas almuerzan en su casa, cierran a las cinco de la tarde y también se esperan a comer en sus hogares, todo eso repercute".
La acera que da hacia el sur, se encuentra abarrotada de cajas, de “rejas” en las que se transporta la fruta y la verdura de un lugar a otro evitando que se magulle, sobre las cajas se aprecian letreros escritos a mano, con escritura azarosa que dice: “plátano de Chiapas 17 el kilo, limón verde sin semilla 12 pesos el kilo”.
Entre los puestos, los olores se entremezclan en el aire proporcionando una atmósfera extraña, con gusto agridulce, en las banquetas se puede escuchar a las personas y sus conversaciones se relacionan siempre con el coronavirus y lo caro de la vida con lo difícil que resulta ganar el dinero.
A medida que pasa el día y el sol empieza a ocultarse, el mercado se vacía de gente, las aceras se vacían de hombres, mujeres y hasta niños; de perros, bicicletas y mercancía.
El mercado se adormece lentamente mientras la ciudad se acuesta a dormir tratando de encontrar en un nuevo día, una nueva esperanza.