Alma Guillermoprieto, una cronista por accidente

Exponente del periodismo narrativo en Latinoamérica, la mexicana ganadora del Premio Princesa de Asturias ha publicado su trabajo en medios como 'The New Yorker' y 'The New York Review of Books'.

Guilllermoprieto ganó el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades.
Editorial Milenio
Madrid /

Hace unas horas le dije a Alma que estaba saltando de la felicidad por su premio. “Brincaría yo también si no estuviera tan dormida”, me dijo desde Bogotá, ciudad en la que vive desde hace cinco años, y donde hay siete horas menos que en Madrid. El jurado del Premio Princesa de Asturias le había dado la noticia poco antes y ella les dio las gracias con humilde alegría. Porque la grandeza de mi maestra es reciproca a su sencillez.

Hace justo un año vino a recibir el Ortega y Gasset, que le otorgó el diario El País por su trayectoria, y lo celebramos con una noche flamenca en ‘El corral de la Morería’, “el mejor tablao flamenco del mundo” (así, entre comillas, porque no lo digo solo yo; lo estipula The New York Times). Le dije a Blanca del Rey, histórica bailaora y dueña del lugar, que iba a ir con Alma. “Chiquillo, vente pa’ca con quien tú quieras”, me dijo con su acento andalú. Y p’allá nos fuimos. Cuando Alma se dio cuenta de que nos habían reservado la mejor mesa, se sonrojó como nunca antes. “¿Pero qué les contaste de mí, que nos tratan así?”, me preguntó. Lo que les conté fue cuánto la quiero, cuánto me enorgullece contar con su magisterio y su amistad y lo que representa su “periodismo con Alma” en el periodismo latinoamericano.

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[OBJECT]Lo que hay entre el río Bravo y Tierra del Fuego dejó de ser una región puramente exótica para los estadunidenses cuando comenzaron a leer las crónicas y los ensayos de Alma Guillermoprieto en las páginas de publicaciones tan prestigiosas como The New Yorker, The New York Review of Books y National Geographic. Ella suele afirmar que es cronista “por accidente.” Estudiaba danza en Nueva York, donde fue discípula de Martha Graham, Twyla Tharp y Merce Cunningham, cuando se le presentó la oportunidad de irse a Cuba para enseñar lo aprendido. Una noche, antes de ver Memorias del subdesarrollo en la Cinemateca de La Habana, vio el noticiario del Instituto de Arte e Industria Cinematográfica.

Era la primera vez que veía un programa de noticias y, hasta entonces, tampoco había leído un periódico completo (“el mundo de los bailarines es tan absorbente”). Era la primera vez, también, que ante sus ojos se proyectaban las imágenes de la guerra de Vietnam: los muertos, los incendios con napalm, la gente huyendo, el estruendo de las bombas al caer… Salió impresionada del cine. “Y yo sin hacer nada”, se reclamaba. “Hasta ese momento comprendí que existía un mundo que no era el mundo del arte y que el arte no podía auxiliar y, en el cual, el arte era irrelevante. Fue un descubrimiento culposo, como tantas veces en mi vida. Y fue un descubrimiento válido, también. Porque sin eso que me sucedió en La Habana tal vez no me hubiera convertido a este oficio”, me contó poco después de habernos conocido en Cartagena de Indias (Colombia), cuando yo era un muchachillo empeñado en quitarme lo tarugo para enfrentarme a esta bendita profesión, atendiendo las enseñanzas de titanes como ella.

Casi ocho años después de su experiencia en Cuba, cambió las zapatillas por la pluma. En agosto de 1978 se fue a Nicaragua durante los días de la insurrección sandinista contra Anastasio Somoza y empezó a reportear a lado de la fotógrafa Susan Meiselas. Susan captaba imágenes con su cámara y Alma hacía lo propio con sus cinco sentidos para luego forjarlas en palabras. Poco después contó los detalles de las masacres de la guerrilla salvadoreña y, con el paso del tiempo, sus viajes por Latinoamérica se volvieron constantes para elaborar los reportajes destinados a las grandes revistas gringas, que luego reuniría en libros como Al pie de un volcán te escribo (Plaza y Janés) o Las guerras de Colombia (Aguilar), referencias del mejor periodismo narrativo.

Pero no crean que en esos libros no solo expone las tragedias del continente. En uno de los más recientes, Desde el país de nunca jamás (Debate), una antología con las crónicas más representativas de su experiencia como “traductora de la región”, cuenta la visita a Washington de Menudo, el grupo juvenil puertorriqueño que encandilaba a las adolescentes en los años ochenta (“Son tan adorables y tiernos como los osos de peluche que sus admiradoras les arrojan, tan latinoamericanos como el pastel de manzana, y más rentables que una cadena de comida rápida”) y habla con un Ricky Martin de entonces “12 años de edad y 1.50 de estatura”. También hurga en los Evangelios del Nuevo Testamento para descubrir la importancia de la comida en la vida de Jesús (“Me chocan los malos anfitriones; porque no leen con cuidado la Biblia”) y dice, a manera de declaración de principios: “Nunca, en estos años de esfuerzo, se me ha ocurrido nada mejor que hacer que lo que hago, ni escribir otra cosa que lo que me ha dictado incansablemente la curiosidad por la gente de un continente-país que es el mío. Me gusta por echao p’a lante, fibrudo, y tesonero, y también por impredecible y surrealista”.

Con ese espíritu estructuró hace poco Los placeres y los días (Almadía), en el que su contenido deja ver que la violencia y las injusticias no son lo único inherente a la condición latinoamericana. Es un “corte de caja” feliz para la también autora de La Habana en un espejo (Literatura Mondadori), su libro más íntimo y el único que ha escrito en español. Porque, como dice ella misma, “la alegría hace que el tiempo pase más rápido, y así se han pasado los años, volando y bailando. ¡Y lo bailado nunca nadie nos lo podrá quitar”. Así que cuando venga a España en octubre para recibir una de las más altas distinciones que otorga este país, habrá que ir a bailar otra vez, como lo hacían nuestras queridas Celia Cruz y Lola Flores (¿verdad, Alma?): desparramando la felicidad por el suelo. ¡Olé!



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