En un rincón de las últimas tierras desconocidas, había un castillo encantado, lleno de magos y magas. Iban y venían por los corredores del palacio, preocupados por sus menesteres cotidianos, vestidos en sus túnicas multicolores y mágicas. Dichas túnicas los protegían de todo mal mientras las tuvieran puestas.
Los niños magos, como todos los niños, a veces se portaban bien y a veces mal. Cuando se portaban bien, los pequeños magos eran premiados con nuevas capas, capaces de nuevos trucos y hazañas. Cuando no se portaban bien, eran castigados dependiendo de la ofensa, con pérdida de privilegios. Por ejemplo, cuando el comportamiento era pésimo los niños eran castigados por los adultos, quienes con sus varitas mágicas los mandaban a las ramas altas de los árboles, donde permanecían hasta que empezaban a portarse bien.
El palacio estaba en el pequeño reino de Australkia, donde gobernaba un rey malhumorado llamado Bendulio. Bendulio dormía todo el tiempo, cuando se despertaba daba un par de órdenes que nadie obedecía, y se volvía a dormir. Bendulio solo tuvo un hijo: Numerón, quien era muy curioso y siempre hacía travesuras, por lo que pasaba la mayor parte del tiempo castigado en las ramas más altas de algún árbol.
El castillo estaba rodeado de jardines cuidados con esmero y elegancia exquisitos. Las flores abundaban, así como bellos árboles ornamentales y fuentes mágicas con esculturas de gran belleza.
De la fuente central partían cuatro caminos hacia la periferia, donde se encontraba una escafandra de cristal que cubría todo el reino y lo protegía de todas las inclemencias climáticas. Cada camino terminaba en una pequeña puerta que conducía hacia el exterior. No estaba permitido usar estos caminos y menos abrir una de las cuatro puertas.
Un buen día, Numerón escogió uno de los caminos que conducía hacia el Norte y empezó a caminar. Caminó siete días hasta llegar a la puerta del Norte; como era muy curioso, trató de abrirla, sin conseguirlo, por lo que regresó muy triste a Australkia a pensar en otras travesuras
Su madre Aurelia le preguntó:
—¿A dónde estuviste, Numerón?
—Nomás por ahí —le contestó
—No hagas diabluras —le aconsejó su madre.
Numerón empezó a espiar a Bendulio, fijándose que, antes de dormirse, escondía una llave bajo del colchón de su cama. Una noche, con mucho cuidado, sin hacer ruido, evitando al guardia de la entrada, se metió al cuarto de su papá y extrajo la llave de abajo del colchón.
Se fue camino al Norte, montado en una libélula para ganar tiempo. Llegando a la puerta del Norte, con mucha cautela, la abrió. Afuera se extendía un mar casi interminable. Gracias a su libélula llegó a unas playas con caminos que conducían a una gran ciudad.
Con su capa mágica, Numerón y su libélula llamada Libelulón, se volvieron invisibles y se metieron por la ventana de un edificio de oficinas. Al ver unas computadoras, Numerón quiso usarlas y las descompuso, cambiando la hora de todo el planeta.
Después se fueron a una biblioteca y Numerón aprendió muchas cosas en los libros que estaban ahí.
Varios días después, este niño travieso se montó en Libelulón y regresó a Australkia, aburrido porque afuera no habían magos.
Su madre, Aurelia, le preguntó:
—¿En dónde estuviste, Numerón?
—Nomás por ahí —le contestó.
—Está bien, nomás no hagas diabluras —le dijo.
—No, mamá —respondió Numerón, y se fue a regresar la llave a su lugar.