Para Armando J. Guerra y Javier Rodríguez Marcos
No te engañes: eso que llamas “la experiencia humana” es solo una masacre de capas de cebolla. Digo masacre por decir cualquier cosa, una metáfora genérica intercambiable. Aunque, si te lo piensas, nada sabe tanto a sangre como una cebolla descuajaringada, cortada en rodajas contra el vidrio de la mesa y reventada a golpes de mango de cuchillo y tallada en cuadrícula con profundos cortes. Tiene que ser por el olor. Las salpicaduras de zumo transparente ciegan de llanto a los depredadores y hacen que todo apeste a pulpa y hemorragia, a recio hierro cristalino, circulación y vaho más que materia sólida. También es cierto que, bien machacada pero con el rabito peludo, despeinado e intacto, la cebolla parece menos un vegetal que un bicho muerto. Así que sí: no te engañes, eso que llamas “la experiencia humana” es solo una masacre de capas de cebolla. Uno lo nota siempre, pero más cuando se trata de contar una historia. Lo primero que hacemos es elegir la capa más perfecta y transparente y menos rota de la cebolla que nos ha tocado en suerte.
Por eso, hace unas semanas le sugerí a un viejo amigo (previa firma de un contrato y la entrega por mi parte de una factura a cambio de la promesa de cierta suma de dinero) que iniciara sus memorias con la anécdota que sigue:
Max aprovechó su alto rango en la delegación francesa de Pemex para volar de París a Montpellier. De ahí se desplazó en taxi a Sète a conocer la tumba de Paul Valéry. Era el otoño de 1981. Jorge Díaz Serrano había renunciado a la dirección de la paraestatal tras la caída de los precios del petróleo. Como parte de la estrategia a futuro del candidato Miguel de la Madrid contra el estilo manirroto del sexenio agonizante, la central europea llevaba meses bajo el nutrido fuego de los auditores. Más que angustia, esto a Max le producía irritación: lo fastidiaba haber perdido el auto con chofer. Pasó la primavera y el verano desplazándose en metro de la casa al trabajo. Cada mañana, de lunes a viernes, apreciaba el modo paulatino en que iba pudriéndose la laca del peinado de una imbañable y elegante oficinista parisién. Fue la imagen y el aroma de esta laca putrefacta lo que le impulsó a abrir la caja fuerte donde estaban los datos de una cuenta de gobierno autorizada a su exclusivo uso discrecional. El saldo frisaba los diez mil dólares. Max utilizó parte de ese recurso para costear su viaje a Languedoc-Roussillon.
No logró impresionarse frente a la tumba de Valéry. Estaba situada en una de las avenidas secundarias del panteón, en deshonrosa pendiente, muy cerca de una toma de agua coronada por un grifo goteante. Sin embargo el cementerio marino le pareció una perfecta joya sucia por sus lápidas en forma de álbum de familia y sus rosas de cristal o de metal o yeso dentro de negros búcaros de granito y su espectacular vista del Mediterráneo. Estaba, además, Sète: su mercado apestoso a culo de pescador y sus migrantes portugueses fácilmente prostituibles entre las rocas de la rompiente, y sus bares cuyo único platillo a la carta era al mismo tiempo la especialidad: almejas a la brasa con vino del Hérault… Todo tan patético y pintoresco que Max decidió quedarse por tiempo indefinido. El miércoles a mediodía llamó Basurto.
—Nos cargó la chingada, lic. Están desmantelando. Será porque esa madrugada había fornicado con un operario de la construcción equipado con una loable mezcla de músculos amenazantes y preferencias pasivas, será porque —contra su costumbre— había pedido un kir royal con el almuerzo, el caso es que Max se sentía invulnerable:
—Mándalos a la verga.
—Acabo de entregar las llaves de tu oficina a un mando medio de la embajada —respondió Basurto—. Buena suerte, lic.
Y colgó.
Max dejó caer la bocina a un lado del buró. Pensó que lo mejor sería cerrar la cuenta del hotel, comprar traje y corbata nuevos y tomar un vuelo a París. O a México. Mientras visualizaba estas acciones, permaneció sobre la cama, bocarriba y desnudo. Se quejó:
—Gurrpsss. Gurrpsss.
(Max dice que el quejido, siempre y cuando se le practique en desnudez absoluta sobre un colchón alquilado, se parece a la meditación trascendental.)
—Gurrpsss. Un puño golpeó la puerta.
—Qu’est-ce qui se passe là-bas, merde?
Max saltó de la cama.
—Je vais bien, merci.
Le tomó un par de horas y un montón de francos en conferencias internacionales reunir las piezas de la situación. Resultó peor de lo que esperaba: no sólo habían cerrado el despacho y congelado las cuentas oficiales a su cargo, sino que se discutía la posibilidad de declararlo prófugo. Su jefe inmediato le exigió presentarse en la Ciudad de México para responder ante lo que parecía un millonario fraude por sobreprecios en la adquisición de refacciones. Además, los auditores habían hallado en París una bodega facturada por Pemex llena de armas de asalto destinadas, supuestamente, al gobierno de Nicaragua. Max ni siquiera sabía de la existencia de ese alijo. Rio para sus adentros: durante cinco años había sido el valet parking de diputados y secretarios de gobierno que, sin consultar con él, ideaban y ponían en práctica jugosas estafas. Ahora iba a tocarle cargar con el bulto, y sus fiscales serían los mismos individuos que se enriquecieron mientras le daban propinas. Decidió que, aunque llevaba ocho años en Europa, no había salido nunca de México.
El próximo avión de Montpellier a París estaba programado a las once de la noche. Max consiguió boleto para un segundo vuelo al D.F. Despegaría del De Gaulle a las seis de la mañana. Podía tomar un taxi y, a matacaballo, pasar tres horas en su apartamento parisino. Si acaso. Estaba la opción de acribillar el tiempo muerto en una taberna, salvo que deseaba mantenerse sobrio hasta comparecer en las oficinas centrales. Cargaba una ligera molestia estomacal y le pareció imbécil continuar maltratando su sistema digestivo veinticuatro horas antes de la última batalla. También era posible darse una vuelta por Pigalle y contratar un prostituto, pero no estaba de humor para ensartar su glande en el recto amibiásico de una migranta melodramática y obtusa. Consideró que lo más irracional y sano era quedarse aquella noche nula en vela, solitario y a deshoras, entre los pasillos del aeropuerto.
Conozco los detalles de esta historia porque cargo con una maldición: la gente quiere siempre contármelo todo. No puedo resistirme, de eso vivo. Dirijo un despacho de asesores especializado en evaluar y corregir memorias. ¿Has disfrutado las anécdotas jugosas que narra un alcalde insulso en una cena patriótica? ¿Sientes empatía hacia una vieja cantante estafada por su joven y bello marido? ¿Te conmueves frente a un libro que relata los esfuerzos y tragedias íntimas de un empresario en telecomunicaciones? ¿Gozas y te horrorizas alternativamente con las ocurrencias y los asesinatos de un sicario del narco que lleva veinte años en prisión? ¿Te interesan las justificaciones de un expresidente megalómano y chaparro que dejó a tu país en ruinas? Es a mí entonces a quien amas: la mayoría de esos testimonios fueron diseñados en mi oficina. Soy coach de recuerdos personales y por eso no hay página en blanco a la que no me atreva a hablarle de tú. Yo soy el verdadero autor de la historia de México.
Todos me dicen El Negro. Ayer maravilla fui, ahora ni sombra soy. Escribo anómalamente, anónimamente y a destajo. De vez en cuando consigo una prosa de excepción. Pude ser una de tantas fugaces revelaciones de la literatura mexicana, esos chicos que venden un puñado de libros durante cuatro o cinco veranos para luego convertirse en lo que realmente son: majadería glorificada. Pude ser uno de ellos pero me negué. En su lugar, estudié la carrera de Negocios en el Tec de Monterrey. Me negué porque los escritores son una pandilla demente en modalidad hiperlujuria que no sería capaz de encontrar un sombrero para ponérselo en el culo. Me negué porque soy listo: quiero que me corrompan con dinero, no con halagos.
Descubrí mis dotes (no las de autor; las de escucha) mientras cursaba el tercer año de primaria. Miss Diana solicitaba de vez en cuando que me quedara a su lado a la hora del recreo para ayudarla con el orden y la revisión de los trabajos del resto de los alumnos. Yo lo hacía con gusto: era pecosa y pelirroja y olía un poco a paella pero también a jugo de limas, y usaba unas blusitas blancas muy entalladas y de cuellos amplios como las que siempre he obsequiado a mis mujeres. Mientras palomeaba o tachaba hojas de cuaderno con un bicolor Ticonderoga me contaba, ojos llorosos toda ella, las maldades que le hacía su novio. Con voz trémula y perversa (sé que era una voz perversa porque yo era un niño y ella trenzaba sus narraciones a través de murmullos ininteligibles y húmedos), mi maestra enfocaba esas obscenidades desde algún lugar ajeno a la epidermis. Por eso las imágenes de tortura y abuso sexual con las que desde los nueve años quise interpretar su charla aparecen en mis fantasías adultas como láminas de gran formato que representan a gente fornicando vestida, en encuadres muy cerrados y con el grano abierto.
Antes de que sonara el timbre, la Miss se secaba las lágrimas y fingía estar arrepentida:
—No sé por qué te lo cuento, hijo. Tú eres muy chiquito y no tienes que enterarte de lo diantres que somos los adultos —me acariciaba el pelo y preguntaba, esperanzada—: ¿Verdad que tú jamás vas a tratar así a tu novia cuando crezcas?
Yo le decía que no. Luego, al volver a casa, me masturbaba recordando la agitada ronquera de su voz. Sentía al final un golpe seco y depresivo en la rabadilla. Eyacular antes de poder eyacular es una de las experiencias más animales que conozco.
No sé si alguna vez fui de verdad un niño. Supongo que no. He sido una oreja: un caracol de carne que supura cerilla y tritura con dientitos todo lo que suena.
Max ingresa al Charles de Gaulle con la acritud de un desterrado, aéreo Eneas que se postula para cruzar la Gran Puerta de Cuerno —las aguas del Atlántico Norte— rumbo al Hades, Distrito Federal. Mil novecientos ochenta y uno es el paleozoico del duty free y es medianoche y todas las tiendas y mostradores están cerrados. Sin otro quehacer que explorar los intersticios del pulpo arquitectónico de Paul Andreu, Max aprovecha que sólo lleva consigo un maletín para transitar una y otra vez tres de los ocho pisos que conforman la terminal; recorre, como quien juega una tridimensional rayuela, el serpientes y escaleras de plexiglás a peldaños que eventualmente se convertirá en una imagen pop clásica merced al segundo disco de The Alan Parsons Project: I Robot, un álbum que el recién defenestrado funcionario mexicano conservará por más de tres décadas entre su colección de vinilos pero que nunca se atreverá a escuchar. Así consume dos horas. Muchas luces se apagan y las áreas de tránsito quedan en penumbra. En un par de ocasiones se detiene en un baño, entra a un cubículo y caga. Tiene diarrea. No es grave, apenas una punzadita a la izquierda del vientre y un solitario y grumoso chorro de excremento depositado en el hydra y cíclope ojo de la cañería. Harto de pasear por túneles como intestinos, se dirige a la puerta de embarque desde la que despegará su avión. Aún falta mucho para el check-in. Sabe que se aburrirá mientras rumia, rodeado de fierro y de cristales, la adormecida soledad de sus nalgas contra una dura butaca. Pero es lo que hay: los aeropuertos son un país totalitario. Dilapida otra hora mirando, a través de los ventanales, las lucecitas rojas y azules que arden en la pista. Lleva en el bolso una novela porno gay en francés y La cabeza de la hidra publicada por Argos: el único libro de Carlos Fuentes que le ha gustado tanto como para leerlo hasta el final. No tiene ganas de leer. Está cansado, desvelado. Nunca ha sido un gran lector aunque lleva cinco años esmerándose en parecerlo. Ser un intelectual de izquierdas es parte del uniforme de la burocracia mexicana. Pero los libros le aburren. Lo suyo es el cine. Puede ver cinco películas una detrás de otra sin cansarse. Memoriza sobre la marcha los créditos, la precisión de ciertos encuadres, los puntillosos diálogos de Deux hommes dans la ville, Les valseuses o Rocco y sus hermanos, a cuya inverosímil entonación se siente encadenado…
Llegó a Europa con credenciales en tránsito. Era 1973, tenía veintinueve años y un acuerdo binacional entre el gobierno de México y el de Yugoslavia le había otorgado una beca para estudiar dirección fílmica en Belgrado. Organizó su itinerario para permanecer una semana en París antes del inicio de clases. Durante ese lapso, su vocación de cineasta socialista fue aplastada por la visión de una ciudad con la que soñaba desde niño. Nunca tomó el avión a Yugoslavia. Al principio subsistió en calidad de clochard, después fue cualquier cosa que le pasara por enfrente: desde portero de un hotel de putas hasta negro literario de novelas pornoexóticas protagonizadas por Cecile & Gilles. Luego el gobierno de José López Portillo abrió una sucursal parisina de Pemex para administrar la abundancia y permitir que la burocracia le cargara al erario sus fastuosas vacaciones. Gracias a la recomendación de un antiguo jefe, nuestro frustrado hacedor de películas obtuvo empleo como caporal de los caprichos del poder: un Ricardo Montalbán para una Isla de la Fantasía de la corrupción mexicana.
(Max no lo sabe aún, pero ésta será la última ocasión en la que pise suelo francés. Podrá salvarse de la cárcel y, dentro de algunos años, recuperará el derecho a trabajar en el servicio público. Envejecerá como director de un organismo electoral de provincia. Sin embargo, las luces rojas y azules que brillan a lo lejos en la pista serán su último souvenir de París. Eso, y el duelo antes del alba que sostendrá con la madre Teresa de Calcuta.)
(Todas las botellas de whisky tienen alma tropical: una vez que las desnudas, notas que su culo era más grande y fogoso de lo que parecía. Lo digo mientras bebo el último cabito de este Macallan y repaso facturas pendientes de cobro. Mi empresa está sufriendo una crisis temporal. Digo «temporal» porque confío en que este cuento servirá como advertencia a los deudores.)
Cerca de las cuatro de la madrugada, un hombre aparece en la sala de espera. Max lo observa: lleva jeans, camisa de dril, un chaleco beige y una cámara Nikon colgada del cuello. No pasan cinco minutos antes de que otro hombre, también armado con una cámara fotográfica, ingrese a la sala y se plante junto al primero. Bromean en francés. Se les nota el desvelo en el constante ademán de tallarse los ojos con la palma de la mano. El de chaleco es guapo, piensa Max: no muy joven, esquelético, prematuramente encanecido y con ojos azules intensos, como de loco; ojos de Samuel Beckett. Max le busca la mirada pero el tipo lo ignora. Entra una sobrecargo bonita y un poco muy maquillada y tocada con un bonete rojo y quizá tonta: los fotógrafos hacen bromas obscenas a sus costillas sin que ella parezca percatarse, o tal vez navega con bandera de idiota para protegerse mejor de la lascivia, como suelen hacer las brujeres —piensa Max—. Un sacerdote flaco y pálido y lampiño arriba también a la sala. Tras él viene una gorda que se identifica ante el corrillo como encargada de relaciones públicas de algo que al funcionario mexicano le resulta ininteligible. El lugar va animándose: llegan otro par de fotógrafos, tres periodistas con Moleskines en calidad de credencial de mano, alguna monja vieja, dos camarógrafos, una reportera de televisión sin mayor equipamiento que unas nalgas escuálidas, un negrazo vestido llamativamente en rojo y verde, cuyo torso en forma de V de la Victoria llena de gozo la pupila de Max… Por un instante, el prófugo de Pemex se pregunta si no será él el destinatario de tanta parafernalia madrugadora, si no se habrá hecho pública su situación y periodistas franceses estén a punto de acosarlo con preguntas sobre su corrupta y vil actuación ante el pueblo de México, y un sacerdote con tipo de efebo quiera confortarlo mediante la confesión, y una gorda especialista en relaciones públicas esté aquí para abogar a su favor frente a quién sabe qué jueces y un alma caritativa le haya enviado al ángel de la guarda encarnado en un musculoso cuerpo negro al que podrá babear brevemente en los baños del aeropuerto previo pago en efectivo/
Pero no. Es una idea ridícula.
Un austero bimotor comercial toma pista y se encamina al hangar desde el que Max despegará. Cuando el avión se detiene y apaga sus motores, Max nota la inquietud entre los periodistas y cristianos que ocupan el otro extremo de la sala. Los pasajeros descienden por una escalinata adherida a la puerta de un Fokker F-27 —Max se ha vuelto, tras una década de vuelos cotidianos, experto en modelos—. La aeronave viene casi vacía. Sólo siete sombras brotan de ella. Se encaminan a través de un corredor imaginario marcado con pintura fluorescente sobre la orilla de la pista hacia una puerta de cristal de acceso donde la sobrecargo bonita y tonta los recibe con una sonrisa.
El estómago de Max empuja una picante bolsa de aire seboso hasta la tráquea. ¿Quién es la vieja machorra, cutis de pergamino, nariz de boxeador y labios de rendija y sonrisa perfecta, esa encorvada pero firme pasajera idéntica a la bruja Disney de Blancanieves? Ocupa el tercer puesto de la fila india de viajeros. Lleva el cráneo cubierto por un manto blanco listado de azul. Él la conoce. Es alguien célebre. Tarda casi un minuto en recordar que se trata de esa monja repugnante, la Teresa de Calcuta. A Max le produce asco no por su bonhomía sino por la misma razón por la que a uno le daría náuseas la vecindad de un exterminador de plagas: gente que pasa demasiadas horas en compañía de organismos tóxicos, acezantes, purulentos. Es imposible opinar serenamente sobre el comercio que estos individuos sostienen con el Mal. Tiene que haber algo infeccioso en los ganglios de sus almas.
Al mismo tiempo, se sabe seducido: jamás desaprovecharía la oportunidad de estar cerca de una persona famosa. Hasta hoy se ha sacado fotos con Celia Cruz e Irma Serrano, José Luis Cuevas, el arzobispo Miguel Darío Miranda, Carlos López Moctezuma y Carlos Monsiváis. En el futuro correrá con mejor suerte y posará junto a Silvia Pinal, Ninel Conde, Angélica María y Franco Nero, entre otros. Pero el día de esta espera en el aeropuerto Charles de Gaulle, mientras la garganta de Max apesta a mariscos semidescompuestos y su tripa tiembla por la acumulación de gases, la aberrante madre Teresa de Calcuta es la baraja más alta del álbum. Max se pone de pie y, haciendo de tripas corazón y tragándose las agruras y sin sonreír, se dirige a la comitiva con el brazo derecho de antemano extendido en posición de saludo, como haría cualquier otro zombi atrofiado y amigable al toparse con el filantrópico rostro de la maldad absoluta.
Hay algo epifánico en ese momento. Debe ser el vigor con que el burócrata se desplaza hacia la madre: flota en una nube de beatitud con una rígida extremidad a modo de tarjeta de presentación, como si se tratase del Ángel del Señor a punto de preñar a un vejestorio. Tanto los periodistas como los fieles se hacen a un lado. Tal vez algunos crean que se trata de un amigo y patrocinador, o bien de un prelado eclesiástico cuya identidad no les ha quedado clara. Algunos fotógrafos disparan sus cámaras y calculan la luz y el encuadre del encuentro. La propia Teresa es sacudida por el relámpago de la Fe y aparta su vista del grupo y mira a los ojos a Max, quien está ya a un par de metros de distancia. Teresa de Calcuta extiende con lentitud su mano derecha y sonríe con una masa turbia de arrugas agitándose en su rostro, un mefítico gesto que quiere ser dulzura. Max avanza dos largos pasos más antes de darse cuenta de lo que ocurrirá. La sonrisa de la madre es un abismo: a través de ella, se ve a un anciano con los pies inflamados y amarillos y cubiertos de moscas, y a un hombre de tez oscura violando con la punta de su rifle el ano de una muchacha, y a un grupo de niños que se carcajea con los dientes podridos, y a seis adolescentes enseñando su coño a los viandantes en el barrio de Sonagachi, y una cena de gala para recolectar fondos en un recinto en cuyos baños el sacerdote efebo lame el glande del negrazo, y una docena de mujeres esqueléticas que venden verduras marchitas entre el tráfico de Calcuta, y el agua negra sobre la que bailan descalzos un grupo de adolescentes en medio de una fiesta, y gente que recoge mierda humana con los puños, y una huerta en sazón entre cuyos árboles están hincados mujeres y niños a la espera de recibir un tiro en la nuca, y la explosión de una planta eléctrica reivindicada por un comando naxalita, y un bombardeo de aviones japoneses sobre el puerto, y/
el estómago de Max se convierte en la mente y la memoria de Max cuando, en reacción al abismo sonriente que es el rostro de la madre Teresa de Calcuta, suelta un hipo primero y luego siente algo que trepa ineluctable a través de la garganta: una espesa guácara de almejas y vino a medio digerir que cae sobre la mano extendida y el manto impoluto de esta vieja maldita bruja sobrepoblada de leprosos. Teresa se paraliza. Max calcula, con horror y esperanza, que su segunda andanada de vómito podría alcanzar el rostro de la mujer. El público interviene: unos, para retirar a la Santa. Otros, para hacer a un lado a Max.
—What’s wrong with you? —reclama una voz severa.
Max levanta la vista y reconoce al Samuel Beckett fotógrafo. Quiere justificarse pero lo único que sale de su boca es otro chorro viscoso y oscuro que cae a los pies de Samuel, quien irritado y con un poco de miedo —Max recuerda de golpe que, desde El exorcista, el vómito es percibido por los cristianos como una prueba de la presencia de Lucifer— se aleja dándole la espalda.
Toda la grey aeroportuaria se ha replegado hacia un extremo de la sala, se halla de espaldas y protege con sus cuerpos a la madre; giran la mie(r)dosa cabeza hacia Max al más puro estilo Linda Blair. Max descubre que la única manera en que podrá recuperarse de la humillación es siguiéndole el juego a esta partida de supersticiosos. Busca nuevamente la mirada de Teresa, suelta una carcajada de diablo de pastorela y se aleja (con los ojos en blanco y temblores de epiléptico) en busca de un wc. Vomita tres arcadas dentro de un lavabo, asea sus dientes con un cepillito plegable y un poco de dentífrico, caga diarrea durante un cuarto de hora y después vuelve al recinto profanado mientras diseña en su imaginación el relato que contará a la concurrencia: el modo en que Satán lo poseyó fugazmente y cómo fue derrotado El Enemigo Malo merced a la piadosa mirada de Teresa.
Pero la sala está vacía. El piso, limpio.
Max se sienta de nuevo. Se siente satisfecho, liberado del gran peso de una indigestión. Pasan unos minutos. Una familia —el padre y la madre, dos pubertos güeritos de no mal ver— ingresa a la sala. Se les nota el desvelo en el constante ademán de tallarse los ojos con la palma de la mano. Una sobrecargo bonita y tonta se dirige al mostrador frente a la puerta de abordaje. Otro grupo de pasajeros ingresa al recinto y se esparce entre las filas de butacas. Max se prepara para emprender su vuelo al Hades, Distrito Federal.
***
No sucedió así. Lo que Max me contó es que una vez, en algún aeropuerto de una ciudad europea, se topó de madrugada con un grupo de monjas. Aunque estaban solas y sin ningún dispositivo de seguridad o publicidad a su alcance, Max asegura que una de ellas era Teresa de Calcuta.
—¿Y qué hiciste? —pregunté.
—Nada —contestó. Luego lo pensó un poco y añadió—: Escondí mi reloj. Me dio miedo que quisiera robármelo para alimentar a sus pinches pobres.
Dispénsame si estoy arruinándote la historia. Lo hago para vengarme de Max y también, quizá, por darme el lujo de vomitar un poco encima de esos lectores ingenuos que adoran la literatura redonda, sin digresiones ni contradicciones ni atajos; esa gente bebé que lee como si un relato fuera una mamila. Ser coach de autobiografías y recuerdos personales es difícil. No solamente tienes que encontrar la técnica adecuada para convertir una sarta de nimiedades en un rosario de aventuras; tienes que, además, apretar las muelas cuando escribes y tener un estómago de hierro. El estómago de una puta. Y, sobre todo, tienes que aprender a cobrar. A la mayoría de los ciudadanos le cuesta trabajo pagar por una mejor versión de sí mismos. Al principio vienen a ti lloriqueando, con sus cuartillas gramaticalmente parapléjicas y sus larguísimos y tartamudos relatos orales. Pero, una vez que los has educado en el arte de convertir ese amasijo de caca en una charla elegante o un discreto volumen de memorias, comienzan a mirarte con desprecio: asumen, los pobres, que son ellos los verdaderos autores de sus recuerdos. Eso puedo tolerarlo. Lo que no estoy dispuesto a tolerar es la falta de pago. Por ello emprendí esta estrategia experimental de cobranza que pongo a disposición del público: secuestrar los recuerdos y anécdotas de algunos de mis clientes y ofrecerlos como cuentos —a cambio de una módica suma— a través de publicaciones culturales y suplementos literarios.
No he querido traicionar a nadie. Lo lamento. Jamás habría cometido la indiscreción de publicar esta historia si Max hubiera sido puntual en sus pagos. Pero incumplió. Si lo he elegido a él, mi viejo amigo, como ejemplo de esta modalidad de chantaje, es para demostrar a nuestra clientela que no pienso hacer ninguna concesión. Soy un verdadero empresario mexicano, y eso significa que estoy entrenado para permitir o realizar cualquier bajeza a cambio de dinero. No te engañes: eso que llamas “la experiencia humana” es solo una masacre de capas de cebolla.