Ocurrió en la Semana Santa del año 2008, con el escritor Héctor Abad Faciolince, ambos invitados a Moscú por el Instituto Cervantes. ¿Buscar la casa de Tolstoi? A decir verdad yo ni siquiera lo había pensado, e incluso podría haberme contentado con una exquisita cena en un restaurante que, por esos años, funcionaba en el antiguo estudio de Mijaíl Bulgákov. Allí aplaudimos hasta rabiar a un grupo de violines gitanos, incluida una hermosa bailarina, y bebimos mucho, muchísimo vodka (¿cuánto vodka cabe en el espíritu de dos novelistas colombianos?). La cosa se prolongó hasta la madrugada, teniendo de anfitriona a alguien que venía a ser algo así como la primera dama del petróleo ruso. Con esa apoteótica simbiosis literaria yo ya me daba por satisfecho. Pero Héctor, más culto y sensible, me dijo al otro día: y ahora hay que ir a Yasnaia Poliana, a la casa de Tolstoi. Claro, le dije, preguntándome cómo diablos íbamos a ir hasta allá, pues según el mapa estaba a muchas verstas de Moscú. Él lo tenía resuelto, así que al día siguiente salimos con un chofer ruso que, en apariencia, hablaba español, pero que al referirse a mí con frases de dativo me llamaba Santiaga. Hacía aún bastante frío y llovía y el viaje, tres horas y media más o menos, nos mostró los campos y los pequeños pueblos rusos, campos roturados, cultivos de col y papa, una cierta frialdad que parece haberse inoculado en el alma de los mujiks, hasta llegar al pueblo más pequeño, Yasnaia Poliana, la comarca sobre la que Tolstoi fue amo y señor, el mismo pueblo a cuyos campesinos otorgó varias veces la libertad y luego se las retiró, al son de su capricho o de sus cambiantes convicciones, y donde fornicó a tutiplén con jóvenes campesinas. Ahí estaba, por supuesto, su esplendorosa casa, la extraordinaria mansión de madera pintada de blanco y de techos verdes, con el lago en el que Sofía, celosa, intentó suicidarse varias veces.
Paseando por ella comprendí que esa propiedad, con sus abedules que resuenan con el viento de la tarde, es el verdadero templo no solo de la literatura rusa, sino del alma decimonónica del viejo imperio. Allí está la tumba de Tolstoi, en medio del campo. Un sarcófago vegetal en uno de los lugares más apacibles y hermosos de la tierra, acompañado de esos árboles, muchos de los cuales él sembró, y por donde solía hacer sus paseos a caballo. Al referirse a la magnificencia del lugar, Héctor Abad escribió: “Me dieron ganas de estar muerto”. Es, en verdad, la tumba más hermosa que he visto.
Recuerdo ese bello viaje por estas fechas, en el cumpleaños de Tolstoi. Si los seres humanos fuéramos inmortales él estaría cumpliendo esta semana 186 años. ¿Qué diría, por ejemplo, de esa peligrosa nostalgia imperial de Putin? Algo me dice que la aprobaría y que probablemente escribiera algo al respecto. Tal vez por eso la Naturaleza, en su infinita sabiduría, nos hizo vivir por periodos más breves.