Itinerante, nómada. Así es su arte que cabalga de exposición en exposición, de ciudad en ciudad y de un continente a otro, marcando contornos con sus monumentales esculturas en plazas públicas, estableciendo pautas en galerías y museos, resguardado en las mejores colecciones privadas.
Para Javier Marín (Uruapan, 1962) ha sido un año de travesías en compañía de sus colosos errantes. Lo mismo han estado en el Mudec de Milán como en la emblemática Place du Louvre de París, en el Museo de Arte de San Diego o en el Museo Espacio de Aguascalientes.
Más de 30 años de carrera con al menos 90 exposiciones individuales a nivel internacional y Marín no se detiene, sigue con proyectos pese a que, confiesa, por momentos quisiera congelar ese “alocado ritmo de trabajo” para, sin agenda ni compromisos “y tan solo con unas bermudas en el cuerpo”, escapar a Matilde, ese refugio que ha construido en Yucatán, tan monumental como monacal.
Pero Marín, que ha trabajado con barro, bronce y resina de poliéster mezclada con materiales orgánicos, de inmediato se rectifica para aceptar que también necesita la adrenalina laboral y para consolarse con la idea de que, al menos los fines de semanas, viaja a las cercanías de Mérida y que tendrá, en esta temporada decembrina, “una pausa” mientras canta, “terrible pero con sentimiento”, unas buenas rancheras como “Cielo rojo” y “Paloma negra”.
Ya estamos en época navideña. ¿La festejabas cuando eras niño?
Sí, y te puedo decir que es la fecha más importante de mi vida de niño. La esperaba todo el año.
¿Por qué?
El día más feliz del año era la noche del 5 de enero que te ibas a dormir y cuando en la mañana te despertaban los hermanos grandes diciéndote “¡Ya llegaron los Santos Reyes!”. Era increíble, corrías para atravesar el patio y llegar al comedor, donde estaba puesto el arbolito de Navidad lleno de juguetes, los únicos que recibía en el año.
¿Cuántos hermanos eran?
Éramos diez. Y todos dejábamos nuestros zapatos más los de cinco primas y otros siete de cercanos que eran como hermanos. Y a todos les traían algo. El arbolito de Navidad era una verdadera locura. Un espectáculo de juguetes.
Y de repente, ahí el niño Javier se encontraba con sus juguetes...
Todo iba acompañado por esa magia padrísima, porque desde el día anterior, los hermanos mayores, que quizá eran más creativos y tenían más iniciativa, iban y ponían harina en la entrada para ver si dejaban la huella los Santos Reyes. Entonces nos llamaban a los chicos y nos decían: “¿Ya vieron? ¡Hay una huella de elefante!”.
¿Hubo un juguete que te marcó?
Mi triciclo rojo, Apache, a los seis o siete años. A mis hermanos Alfredo y Jorge también les trajeron unos del mismo color, pero a Jorge le quedó grande y tuvieron que cambiarlo por uno azul.
¿El escenario nunca te llamó la atención?
Sí, me hubiera encantado haber tenido una vida de teatrero, aunque hice algo de diseño de vestuario. Será para “la siguiente vuelta” y es que no se puede todo en la vida. El tiempo es tan corto. La única queja que tengo de esta vida es que dura muy poco, no alcanza para todo lo que quieres hacer. Me encantaría empezar una carrera como escenógrafo pero sin dejar lo que hago; me encantaría dirigir cine, pero no se puede todo, tendría que dar una vuelta y otra vuelta de vida. Y es que voy al teatro y me emociono y voy a la danza y me emociono.
¿Te gusta bailar?
Me encanta. Podría ser bailarín. En otra de mis vidas bailaría. Bailo de todo. Me aplauden y yo bailo. Me mete en un rollo meditativo y me piro y bailo y ya no paro.
¿Tu fin de semana ideal?
Irme a Yucatán, a Matilde, mi lugar que tengo allá a romper por completo la rutina y a hacer cosas que no puedo aquí.
¿Qué tiene ese lugar?
Es un espacio que hice a mi medida. Es maravilloso: el clima, la transparencia de su aire, el cielo de un azul imposible, la luz. Voy y me olvido de todo. Es como un monasterio, austero. No hay cosas extras, no hay nada que sobre. Las cosas que sobran las tiene que proponer quien llegue. Por ejemplo, no hay cuadros en las paredes, pero si necesitas que haya algo, ahí hay unos carbones para que dibujes lo que quieras.
Sin permanecer por mucho tiempo ese dibujo...
Se borra, todo es efímero. También es para que no estés esperando y te quites esa idea de lo permanente. Las cosas vienen y van.
Y sin embargo lo que tú haces te sobrevivirá...
Sí, por un lado me obsesiona el tema de la trascendencia y de lo permanente y estoy tratando de garantizar que una vez que yo me muera mis cosas sigan vivas y sigan andando y que mi obra se continúe. Y por otro lado, lo de dibujar con carbón en Matilde es justo como una reacción en contra de todo eso.
¿Qué está leyendo?
Sapiens: De animales a dioses, de Yuval Noah Harari.“No deja de impresionarme lo que los humanos hemos hecho...”.