Cuando llegaban los húngaros al pueblo de mi padre, mi abuela se moría de miedo. Pensaba que le iban a robar a uno de sus hijos, porque a eso venían, a robarse lo que podían, esas gentes sin patria ni oficio ni beneficio ni alma. Mi padre no obedecía a la abuela y se escabullía para acercarse a los tendajones de los mentados húngaros, que no eran otros que gitanos que viajaban por las serranías, cargando los prodigios del mundo entre caminos lodosos. Nunca se robaron nada de casa de mis abuelos; al contrario, mi abuelo les compró un perro que resultó bueno para arriar ganado. El Capitán se llamaba, y murió de viejo, sin que nadie lo notara, a los pies de mi abuelo.
En el circo que los húngaros traían al pueblo de mis mayores pensé cuando leí las primeras líneas de Cien años de soledad, cuando el general Aureliano Buendía recuerda “aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Ese era exactamente el universo de mi padre en aquel momento, y las historias que nos contaba sobre su niñez estaban retratadas en Macondo. Mi padre, como todos los niños de aquel caserío en el que creció, andaba descalzo. No había en su entorno ni luz ni agua potable ni escuelas ni carretera. Para llegar al pueblo más cercano había que hacerlo a lomo de caballo. Papantla estaba más o menos a cuatro horas de distancia, pero en temporada de lluvia el lodo le llegaba a los caballos hasta el pecho y se formaban agujeros en el camino donde iban metiendo y sacando las patas para avanzar. A ese paso se podían hacer hasta seis. Mi abuela se dedicaba al beneficio de la vainilla y mi abuelo se contrataba para arar la tierra con dos caballos que había entrenado para eso.