Hace 72 o 73 millones de años, un colosal dinosaurio herbívoro murió en lo que debió ser un cuerpo de agua copioso en sedimentos, por lo que quedó rápidamente cubierto por la tierra y pudo preservarse a lo largo del tiempo, hasta que paleontólogos del INAH y de la UNAM pudieron recuperarlo y estudiarlo, logrando determinar que sus restos pertenecen a una nueva especie: Tlatolophus galorum.
La investigación se publicó en la revista científica Cretaceous Research, este hallazgo deriva de un proyecto multidisciplinario, con la participación de la Secretaría de Cultura, a través del INAH, que en 2013 anunció la recuperación exitosa de la cola articulada de un dinosaurio en el Ejido Guadalupe Alamitos, municipio de General Cepeda, en Coahuila.
Aunque la prioridad inicial fue rescatar pronta pero rigurosamente la osamenta, dado que algunas vértebras sobresalían de la superficie y estaban expuestas a la lluvia y la erosión, las pistas estaban dadas, recuerdan Felisa Aguilar Arellano, investigadora del Centro INAH Coahuila, y Ángel Alejandro Ramírez Velasco, doctorante en el Instituto de Geología de la UNAM.
“Pese a que habíamos perdido la esperanza de hallar la parte superior del ejemplar, una vez que recuperamos la cola seguimos excavando debajo de donde esta se ubicaba. La sorpresa fue que comenzamos a encontrar huesos como el fémur, la escápula y otros elementos”, explica Ramírez Velasco.
El investigador, coautor del artículo académico junto con Felisa Aguilar, René Hernández Rivera, José Luis Gudiño Maussán, Marisol Lara Rodríguez y Jesús Alvarado Ortega, abunda que entre dichos huesos apareció uno muy alargado y con forma de gota.
“En su momento dije que era parte de la pelvis, pero otro de los participantes del proyecto, José López Espinoza, comentó que aquello era la cabeza del animal”.
Fue hasta la posterior recolección, limpieza y análisis de otros 34 fragmentos óseos que las piezas embonaron. Los paleontólogos tenían, en efecto, la cresta del dinosaurio, con 1.32 metros de largo, lo mismo que otras partes del cráneo: mandíbulas inferiores y superiores, paladar e, incluso, el segmento que se conoce como neurocráneo, donde se alojaba el cerebro.
Dadas las excepcionales condiciones de conservación del cráneo –se preserva casi 80% de esta estructura ósea–, se pudo dar paso a la comparación del ejemplar con otras especies de hadrosaurios conocidas en la región, como el Velafrons coahuilensis.
El examen mostró que la cresta y la nariz eran distintas al Velafrons y más parecidas a lo que se observa en otra tribu de los hadrosaurios: los parasaurolofinos; las diferencias no pararon allí: la cresta del ejemplar de General Cepeda, con forma de gota, se oponía, incluso, a la cresta tubular de Parasaurolophus, la especie más conocida de los parasaurolofinos, que habitó en los actuales territorios de Nuevo México y Utah, Estados Unidos, así como en Alberta, Canadá, y que se ha retratado en películas como Parque Jurásico.
“Después de todos estos hallazgos, nos convencimos de que estábamos ante un nuevo género y especie de dinosaurio crestado, comenta Felisa Aguilar.
La investigación está validada por la comunidad científica, dado que, previo a su publicación, cada artículo es dictaminado por tres especialistas ajenos al proyecto, quienes después de valorar, y en su caso, expresar y recibir contestación a sus observaciones, ratifican el hallazgo y permiten su divulgación.
La publicación en Cretaceous Research incluye ilustraciones de Luis V. Rey y Marco Pineda, paleoartistas que recrearon al dinosaurio en su hábitat natural.
Tlatolophus, la ‘cresta palabra’
El nombre de Tlatolophus galorum es un homenaje múltiple dado por los investigadores del INAH y la UNAM. Por un lado, el género Tlatolophus deriva de la voz nahua tlahtolli (palabra) y del griego lophus (cresta), por lo que su traducción es: cresta palabra.
La composición es adecuada no solo porque la cresta de este animal asemeja en su forma a una vírgula —símbolo usado por los pueblos mesoamericanos para representar en códices la acción comunicativa y el saber en sí mismo—, sino porque en todos los lambeosaurinos tenía una función comunicativa, ya que, al tener numerosos pasajes internos y conexiones con la nariz y la tráquea, funcionaría como una trompeta integrada.
“Sabemos que tenían oídos con la capacidad de recibir sonidos de baja frecuencia, por lo que debieron ser dinosaurios pacíficos pero platicadores. Algunos paleontólogos teorizan que emitían sonidos fuertes para espantar a los carnívoros o con fines de reproducción, lo que sugiere que las crestas lucían colores vistosos”, explica Ángel Ramírez.
En cuanto al nombre de la especie, galorum, Felisa Aguilar refiere que se trata de un homenaje a dos actores: ga, por un lado, al filántropo Jesús Garza Arocha, quien fue enlace entre la comunidad y los investigadores del INAH y la UNAM; mientras que lorum se designó para reconocer el apoyo de la familia López, que coadyuvó con los paleontólogos brindando hospedaje, alimentación y otras facilidades durante las temporadas de campo.
Cabe destacar que la cola articulada del Tlatolophus galorum se exhibe en la cabecera municipal de General Cepeda, donde —con apoyo del ayuntamiento— se habilitó un espacio en el que los habitantes del municipio y visitantes pueden conocer los vestigios de este antiguo habitante de la Tierra.
“Este fósil, que continúa bajo investigación, es un caso excepcional en la paleontología mexicana, ya que tuvieron que ocurrir sucesos altamente favorables desde hace millones de años, cuando Coahuila era una región tropical, como una gran planicie costera, para que se conservara en las condiciones con las cuales lo encontramos”, subraya la paleontóloga Felisa Aguilar.
Los académicos concluyen que el proyecto también ejemplifica la importancia de los reportes de la ciudadanía cuando cree haber encontrado un fósil, “se debe avisar al INAH y evitar extraerlo, ya que un mal manejo del contexto puede significar la pérdida irreparable de valiosa información para la paleontología mexicana y mundial”.
bgpa