I
Dos líneas narrativas pueden seguirse de la lectura del libro del médico estadunidense Siddharta Mukherjee El emperador de todos los males. Una biografía del cáncer (Debate, 2016; Taurus, 2011). Por un lado, está la biografía a la que hace referencia el subtítulo; por otro, da cuenta de la historia de las diversas estrategias médicas y políticas que se han llevado a cabo primordialmente en Estados Unidos para tratar de curarlo.
En el primer caso, hay que decir que no se trata de una biografía en el sentido ortodoxo porque deja de lado el orden cronológico, lo cual rompe la definición de la palabra (“narración de una vida desde su nacimiento hasta su muerte”). Pero si Mukherjee así lo considera, se debe a que lo que busca es “un intento de entrar en la mente de esta enfermedad inmortal, entender su personalidad, desmitificar su comportamiento”. No está por demás repetir que el cáncer no es una sola enfermedad y que bajo su nombre se manifiestan diferentes tipos, cuyo denominador común es el crecimiento desmesurado de las células.
Históricamente, la primera referencia que se tiene del cáncer se remonta a los egipcios hacia el año 2 mil 500 aC. El médico Imhotep describió un caso que pudiera ser identificado con el cáncer de mama. Al hablar de una posible cura, escribió tajantemente: “No hay ninguna”. Dos mil años después, el historiador griego Heródoto cuenta el caso de la reina persa Atosa, que tiene el mismo mal. Lo interesante es que el historiador consigna que con ella se aplica por vez primera una masectomía, que efectuó un esclavo griego llamado Democedes.
Pero como buen científico occidental, Mukherjee pone en duda estos textos pues, precisa, “los únicos casos irrefutables de cáncer en la historia son aquellos en los que, de algún modo, el tejido maligno se ha preservado”. Las investigaciones del paleopatólogo Arthur Aufderheide en Perú, permitieron encontrar una momia —otra mujer— que tenía un osteosarcoma (tumor óseo maligno). Aufderheide ha hallado también muestras de cáncer abdominal, de huesos y de piel. El arqueólogo Louis Leakey, por su parte, descubrió una mandíbula de dos millones de años con linfoma endémico. Esto hace concluir a Mukherjee que, en contra de la creencia extendida aún hasta hoy, el cáncer no es una enfermedad moderna, sino tal vez la más antigua.
[OBJECT]
Hipócrates, en el año 400 aC., fue el primero en utilizar la palabra para referirse a la enfermedad: karkinos (cangrejo). El tumor que provocaba le parecía “un cangrejo enterrado en la arena con las patas extendidas en círculo” (la metástasis, es decir, su extensión en el cuerpo, y la punzada de dolor, también se asoció al cangrejo). Onkos (masa o peso) fue otra palabra aportada por los griegos, que consideraban que el cáncer era un peso que cargaba el enfermo. Galeno, el otro gran médico de la antigüedad grecolatina, sostuvo que el cáncer era causado por bilis negra “atrapada”. El tumor lo producía la “bilis estática” que se coagulaba en una “masa apelmazada”. Para ambos, el cáncer no debería ser tratado. Galeno, apoyando a su maestro, tuvo una intuición genial que siglos después se corroboraría en la práctica con los datos actualizados: en tanto que la bilis negra estaba por doquier, era inútil extirpar el tumor; la bilis al volver a fluir lo haría reaparecer (que es lo que sucede con la metástasis).
La biografía del cáncer es al mismo tiempo una historia de la medicina, de sus conceptos teóricos y métodos terapéuticos. En este proceso hay grandes triunfos y grandes fracasos. Con los anatomistas Vesalio y Matthew Baillie, quienes vivieron entre los siglos XVI y XVIII y dibujaron el cuerpo sano y enfermo, respectivamente, se rompió el paradigma de Galeno, pues ninguno encontró señales de la bilis negra.
Al ser un oncólogo especializado en leucemia, no es de extrañar que el autor le dé a esta faceta del mal un papel importante en esta investigación. Pero tampoco se trata de una decisión arbitraria: con su estudio propiamente se cerró, por decirlo así, la etapa arcaica de la enfermedad y comenzó su aproximación moderna, más sistematizada. Hasta mediados del siglo XIX, los casos que se conocían eran del tipo de cáncer “sólido”. Si la leucemia era de un tipo anómalo, se debía a su carácter “líquido”. En 1845, John Bennet la bautizó como “supuración de la sangre”. Dos años después, el reconocido médico alemán Rudolf Virchow primero la nombró “sangre blanca” y en 1847 le otorgó el nombre con el que se le conoce hasta hoy: leucemia. La revolución de Virchow no consistió solo en el cambio de nombre, sino de perspectiva. Para él, toda enfermedad debería ser estudiada tomando como punto de partida la célula.
Los nuevos hallazgos biológicos, químicos y médicos se enfocarán a luchar contra esta enfermedad, que desde su aparición parece ser invencible. Cirugía, quimioterapia y rayos X, terapias ya sea separadas o unidas, se han utilizado en ocasiones con tal agresividad que han alcanzado un momento paradójico: en su intento por curar, también mataban al paciente. Por ello, vale la pena citar uno de los epígrafes que recuerdan la delicada labor de los oncólogos: “El cáncer empieza y termina con la gente. En medio de la abstracción científica, a veces puede olvidarse este hecho elemental” (June Goodfield).
De la cuestión celular planteada por Virchow, se llegó a la circunstancia genética que en esta ardua lucha mostrará sus alcances y limitaciones. Los estudios realizados hasta nuestros días, han puesto de manifiesto que hay cánceres que se pueden prevenir —cervicouterino, de mama, de pulmón—, pero hay otros que llegan silenciosamente.
Si el cáncer se ha hecho más notorio y ha proliferado más en la actualidad, se debe a la longevidad que hemos alcanzado, ya que es un mal ligado al envejecimiento. Antes había otras enfermedades que afectaban a toda la población, como la tuberculosis y la viruela, que lo ocultaban. Se trataba entonces de un padecimiento minoritario; nuestro proceso civilizatorio “al extender la duración de la vida humana, lo sacó a la luz”, dice Mukherjee.
II
Como sus otras ballenas blancas —el comunismo, el narcotráfico y el islam— desde que el gobierno de Estados Unidos asumió la guerra contra el cáncer, se impuso un objetivo: su erradicación. Los adalides de esta cruzada fueron Sidney Farber, curiosamente otro oncólogo especializado en leucemia, y la exitosa empresaria vuelta activista social, Mary Lasker.
Veamos los antecedentes. Ya desde 1899, Roswell Park, cirujano de Buffalo, anticipó que llegaría el día en que “el cáncer dejaría atrás a la viruela, la fiebre tifoidea y la tuberculosis para llegar a ser la principal causa de muerte de la nación”. En la primera década de 1900 se comenzaron a hacer esfuerzos para pedirle al Congreso estadunidense fondos para la investigación de la enfermedad, pero no fue sino hasta finales de la década de los 20, por iniciativa del senador Mathew Neely, que se consiguió un primer apoyo. En 1937, impulsada nuevamente por Neely, el presidente Roosevelt aprobó la ley que permitió crear el Instituto Nacional del Cáncer. En esta decisión influyeron varios artículos que aparecieron en revistas de gran circulación ese año. Al año siguiente se terminó de construir el edificio del instituto, pero por el inicio de la Segunda Guerra Mundial todo se detuvo.
En 1947, escondido en un cubículo del Hospital Infantil de Boston, haciendo estudios pioneros de quimioterapia para tratar la leucemia, Sidney Farber va a retomar la lucha. Tomando como modelo la campaña masiva contra la polio que el presidente Roossevelt emprendió en 1937 y que contó con el entusiasmado apoyo de toda la nación, Farber comenzó a imaginar una campaña similar contra el cáncer. Su primer aliado fue el Variety Club de Nueva Inglaterra, una asociación de gente del espectáculo dedicada a las labores sociales, encabezado por Bill Koster. Su primer triunfo fue la construcción de la Jimmy Fund, nombre que venía del niño de origen nórdico que padecía un cáncer no peligroso, el cual se convirtió en emblema de la campaña. Esta primera victoria hizo que Farber se diera cuenta que si pretendía que la investigación contra el cáncer adquiriera importancia pública, tenía que manejarse como si fuera una campaña política. Mary Lasker era la persona que necesitaba para dar el siguiente paso. Hija de una exitosa mujer que “podía vender todo lo que quisiera”, según la definió Mary Woodward, su nombre de soltera, heredó el talento de su madre y se convirtió en una exitosa empresaria. Casada con Albert Lasker, presidente de una agencia de publicidad, Mary encontró su vocación en las causas médicas al ser testigo del sufrimiento por enfermedad de personas cercanas a ella, como su madre. En 1943 se hizo cargo de la Sociedad Estadunidense para el Control del Cáncer, donde comenzó a manejar la prensa para “hacer de ese mal una vasta cuestión pública”. A finales de 1948, ocurrió su encuentro con Farber, cuya idea de la quimioterapia la entusiasmó.
El ambicioso plan que concibieron fue que el gobierno hiciera una especie de Proyecto Manhattan para enfrentarse al cáncer, idea que estaba a contracorriente con las políticas científicas de la administración. Alcanzar su meta les llevó tiempo. Un pequeño gran triunfo en 1954 consistió en lograr que el Senado aprobara un programa para la búsqueda de fármacos quimioterapéuticos.
Si en 1950 estaba prohibido hablar de cáncer, en 1969, tras superar la paranoia de los terrores externos (la URSS y las invasiones espaciales), reaparece como un terror interno y se hace figura pública cuando el Times publicó un anuncio de plana entera pidiéndole al presidente Nixon que se luchara contra el mal. Lasker y Farber sienten que están a punto de conseguir lo que querían. En 1971, Ted Kennedy y Jacob Javits presentan un proyecto de ley para crear una agencia independiente dedicada a la investigación. A finales de ese año, Nixon firma la Ley Nacional del Cáncer. Pese a que al fin habían alcanzado lo que deseaban, la falta de un consenso desalentó a Lasker y Farber, quienes abandonaron estas luchas políticas.
III
A pesar de lo completo del libro de Mukherjee, digamos que por pudor y por su marco teórico, no tocó la cuestión del dolor. Solo en un momento, cuando la cirugía del cáncer de mama había alcanzado una de sus cotas más altas, habla rápidamente de cómo se formó una asociación de mujeres para defender, hasta donde fuera posible, la integridad física de quienes eran operadas, pues su autoestima terminaba siendo anulada.
En estos días en que la muerte digna comienza a ser discutida, Mukherjee pudo haber hablado aunque fuera someramente de cómo se ha llevado el asunto en Estados Unidos. Señala la pérdida de vidas que hubo en tal o cual investigación, pero no menciona las condiciones de los decesos. ¿A las personas se les avisó que estaban desahuciadas? ¿Murieron en casa o en hospital? En tanto que la agonía, como escribe, define a la enfermedad, este aspecto no debió haber sido soslayado. La gente con ganas de vivir, siempre estará dispuesta a ser un conejillo de indias y llevar su cuerpo al límite si un tratamiento, sea experimental o no (como en algunas quimioterapias), le ofrece una mínima posibilidad de extender la existencia.
El verso de Jaime Sabines, “El Señor Cáncer, El Señor Pendejo”, refleja la ira y la frustración de las personas que tienen o han tenido alguien cercano con este padecimiento. Son ellos —el enfermo y quien lo cuida— los que más desean que el cáncer sea erradicado. Mukherjee se preguntaba al comienzo de su estudio: “¿Es posible erradicar para siempre esta enfermedad de nuestro cuerpo y nuestras sociedades?”. La historia de la medicina y la lógica de las enfermedades muestran, desgraciadamente, que el cáncer parece no serlo. Espejo monstruoso de nuestra célula, Mukherjee, tras 4 mil años de lucha, cifra que él redondea, concluye con desazón: “No hay a la vista —y probablemente no la haya nunca— una cura simple, universal o definitiva”. Como la gripe, la tuberculosis o la poliomielitis, el cáncer no va a desaparecer, pero puede llegar a ser controlado. La investigación donde “el pasado mantiene una conversación constante con el futuro” no puede dejar de impulsarse.