Derrumbes

Crónica

Las casas que habitamos, aquellas que guardan nuestros libros y escritorios en los que estúpidamente creemos ser inmortales, un día soleado se rompen fracturándonos para siempre y se ausentan del embustero presente.

No son cajas, son muertos, cada objeto sellado en una caja de mudanza es un muerto. (Ilustración: Luis M. Morales)
Susana Iglesias
México /

Era un día soleado, las peores cosas ocurren en estos días, el maldito sol te recuerda todo aquello que dejaste morir dentro. Tengo una amiga que, al igual que yo, es una cucaracha. Podrías quitarnos la cabeza, continuaremos vivas. Ella se puso seria cuando le dije que tal vez era tiempo de dejar todo atrás, hasta el Centro. Me dio las llaves de un hermoso loft casi esquina con Madero para poder escribir en paz el final de la novela en lo que reparaban las grietas, nada mal alejarme de Garibaldi para cerrar procesos. Nos despedimos ignorando que el desastre tiene planes propios. Me detuve en el alto de Donceles sin saber que seis minutos más tarde se derrumbaría el techo. Esta mañana he despertado en otras paredes, todo parece un mal sueño, desfilan las puertas carcomidas de sucias pensiones y desvencijadas camas, con ese olor caduco de la memoria, con esa mancha voraz llamada: desolación. Contrastan con la majestuosidad del pasillo largo que ahora es una herida asaltándome, no volveré. La sombra de las ventanas antiguas verde viejo, del techo de doble altura, el apacible arrullo de la oscuridad de lo que fue mi casa, me atormenta. Jamás entró el sol debido a su posición dentro del edificio. Si perdieras lo que llamabas “casa” debido a un administrador vil y asqueroso que no cumplió con el mantenimiento en los últimos diez años, que te amenazó con no devolverte el depósito porque te atreviste a pedir que reparara un techo que casi te mata, estipulando mediante un documento ilegal que está en posibilidad para desalojarte y enviar golpeadores a romper tus cerraduras, robar tus pertenencias de valor, aventar tus muebles por la ventana, igual que hicieron más de diez golpeadores el 4 de octubre de este año, con una de las últimas habitantes del edificio Gaona ubicado en Bucareli. La vecina a la que violentaron, pese a tener un amparo, quedó en la calle.

Si en un día soleado se cae el techo de tu casa y la perra sarnosa llamada “esperanza” toca a tu puerta tras la desgracia, no le abras, escúpele, huye. Serás tachado como inquilino problemático que no vive en armonía porque descubres que el edificio que habitas tiene un perfecto maquillaje: acabados engañosos que esconden grietas, vigas podridas, metal oxidado, tejas con hongos, láminas de asbesto hechas pedazos y pegadas con silicón, humedad, filtración intramuros y entrepisos, losa quebrada unida con pintura, heridas mortales de guerra bajo falsas paredes de tablaroca revestidas con yeso y madera que colapsa en tiempos de lluvia. Se niegan a mostrarte los planos, porque sospechas que han quitado un muro de carga para hacer más amplio el departamento. Ponle bótox a una cara, no cubre la edad, la descubre, lo mismo sucede con los edificios maquillados. Si tu administrador o el propietario del inmueble que habitas se niega a mostrar los papeles del dictamen estructural del edificio que habitas, los que solicitaste tras el sismo del 19 de septiembre de 2017 mediante una carta que nunca te firmaron, sospecha, no existe tal. Vivías pegada a la puerta, ¿te acuerdas? Pusiste un sofá-cama al lado, cada noche: los zapatos puestos como cuando eras niña y una linterna en la mano sujetando la botella de agua que tenía pegada con tape un paquete de vitaminas que en caso de emergencia disolverías para resistir en caso de quedar sepultada, al imbécil de Jorge lo mandaste al carajo porque te dijo: “A ver si no te mueres aplastada”, no traía para pagar su cena, sentías lástima, acéptalo. Si perdieras el techo que cubre aquellas extensiones de ti, ¿qué objetos desearías recuperar? Lo importante debería entrar en una pequeña maleta que en caso de emergencia se desintegrara. El departamento olía a humedad desde el primer día, te dieron la explicación más siniestra: “Estuvo cerrado mucho tiempo, mojamos sin querer la alfombra cuando barrimos el polvo”, llamaban alfombra a ese pedazo apolillado, sucio, quemado, con manchas de heces, olía a orines, descolorido, ¿azul, gris? Imposible saberlo; aceptaste la explicación porque deseabas volver una vez más a esa calle que en el pasado te ofreció alegría, no te importó pagar la remodelación de la duela. ¿Te negaste a aceptar la realidad para bajar y tener cerca tus seis sitios favoritos?, todos en la misma calle, ¿y qué pasó? Tu cantina la cerraron hace dos años, la lavandería igual, bajó la cortina aquella papelera que vendía cuadernos Canson. No quiero hablar de villanos, me gustaría hablar de alguien igual a los hombres que me salvó la vida tras el colapso del techo, un bombero de la central de Merced Balbuena, el suboficial Gerardo Martínez López, de la central roja; su padre también fue bombero en los años 70. Una cicatriz en la frente, resultado de un asalto cruza de forma bellísima, le produjo durante cinco años dolores intensos de cabeza. A las siete de la mañana llega a su segunda casa, la estación, tienen clases, rutinas de ejercicio, hacen limpieza, mantienen sus unidades relucientes, me cegó el brillo color cereza de las ancas de ese bellísimo camión. De pequeño él admiraba a Hulk por su fortaleza, era de goma, le gustaban los superhéroes. Suena el toque de una emergencia.

—Espinoza, ¿cuál vas a mandar?

—¿Es una emergencia? Una menor, ese zumbador es para unidad pequeña.

Cruza frente a nosotros un hombre de estampa orgullosa, un joven de 20 años empuja la silla del hombre que también está vestido de bombero, ahora trabaja en el área administrativa, en un incendio que atendió, varias láminas salieron disparadas, una le voló las piernas. Franti, gran apellido, ese hombre me recuerda que nadie entiende el presente.

—¿Por qué salvas vidas de extraños?

—Toda vida es valiosa. No entramos con esa fortuna de salvar a alguien, porque es una satisfacción muy grande poner a salvo una vida en peligro. No entramos con esa visión, ya cuando estás entre las llamas te das cuenta de las razones, no antes.

—¿Cómo soportas un trabajo tan duro?

—Somos una familia, dentro del fuego: somos uno solo.

—¿Qué es lo más terrible a lo que te has enfrentado?

—La impotencia es lo más terrible, la solidaridad es lo que más ayuda para sobrellevarla. Cuando las personas pierden todos sus bienes y quedan vivos, es algo terrible, nadie piensa en eso, impotencia al ver a las personas que pierden todo.

Este hombre, cuya hermosa cicatriz reluce, no cree en el mal, solo en la destrucción. Aprender de estos hombres que entre las llamas no desisten de una misión radical: sobrevivir y ayudar. Algunos administradores, cuelgan en las oficinas de mal gusto, cuadros de hombres avaros, tienen fotografías de matrimonios aburridos enlazados por dinero, el polvo estancado en sus escritorios de encino demuestra que están sucios. No son malvados, son estúpidos, a esos debes temerles más. No son cajas, son muertos, cada objeto sellado en una caja de mudanza es un muerto, cada recuerdo dentro de nuestras paredes: un fantasma. Escribí esto en lo que fue mi casa, recargada en una caja que dice la palabra “libros”, a falta de la mesa que ya se habían llevado. A través del vitral opaco de la puerta alguien tocó una noche, jamás abrí, fue una señal. Las casas que habitamos, aquellas que guardan nuestros libros y escritorios en los que estúpidamente creemos ser inmortales, un día soleado estas se rompen fracturándonos para siempre, un día se ausentan del embustero presente, existir se trata de la habitación en la que jamás volveremos a apagar la luz para tumbarnos en la oscuridad.

* Escritora. Autora de la novela Señorita Vodka (Tusquets).

LAS MÁS VISTAS