El borracho

Caracteres.

La vida de un borracho es muy difícil.
Álvaro Uribe
Ciudad de México /

La vida de un borracho es muy difícil. No importa que sea meticuloso. Metódico. Perfeccionista. Como si la ebriedad fuera un arte y él aspirara a lograr con cada borrachera una obra maestra.

Ese tipo de borracho es, o quisiera ser, el ínclito Ignacio: Nacho para sus amigos y también para sus potenciales enemigos, aunque no para los cantineros y meseros y taxistas y otros prestadores de servicios con los que por fuerza se topa cuando sale a emborracharse, y que lo llaman, con fingido respeto, “señor Ignacio”.

A diferencia de aquellos borrachos ya irredimibles que beben nada más en su domicilio, con tal de no acabar tirados en la calle, Nacho nunca, o casi nunca, o muy contadas veces, y solo en ocasiones de veras especiales, toma en su departamento. Salvo una cervecita. O a lo mucho dos. Para curarse la cruda.

Pero no se vaya a pensar que Nacho bebe todos los días. De ninguna manera. Porque has estado con él en cocteles y otras reuniones sociales donde corre el vino, te consta que no toca una gota de alcohol los lunes ni los martes ni los jueves. Porque lo secundas a menudo en sus borracheras, te consta que se desquita de esa episódica abstinencia voluntaria el resto de la semana.

Su idea es beber con disciplina, como trabaja o debería trabajar un verdadero artista. Bastante el miércoles. Todavía más el viernes. Sin límites, salvo los del propio cuerpo, el sábado. Y con moderación relativa el domingo, para empezar el nuevo ciclo con relativa prestancia.

La ventaja de Nacho sobre los borrachos indisciplinados (o sea: casi todos) estriba en que, al saber cuándo y cuánto y casi siempre cómo y con quién se emborrachará, él puede programar sus borracheras. Por ejemplo, y si está en confianza: acordar con sus amigos, a la primera copa, que pidan la cuenta y lo pongan en un taxi cuando lo noten más para allá que para acá. O además: anotar su dirección en una hoja suelta que lleva desde el principio en el bolsillo de la camisa, para dársela al taxista que lo acarreará de regreso a su casa.

Nacho contempla tales precauciones como variantes del viaje en el tiempo. Como mensajes que él le manda al otro, al futuro borracho, desde el presente de una rigurosa sobriedad. Y lo cierto, te consta, es que sus trucos (que Nacho prefiere llamar mañas artísticas) le funcionan por lo común. Solo una vez o dos el taxista ha abusado de su borrachera para llevarlo a dar vueltas y cobrarle de más. Solo una vez o dos el pobre borracho ha sufrido un traspiés en la banqueta, sin mayor daño que una fisura ósea.

El único gran tropiezo de Nacho, hasta ahora, sucedió un día en que, inspirado en una anécdota quién sabe si verídica de Winston Churchill, perdió a un amigo histórico, por decirle en una borrachera a la esposa de éste: “qué fea te has puesto”. Y cuando ella (no muy guapa, en efecto, pero toda una dama) le respondió con sencilla dignidad: “estás borracho”, él insistió en recalcar: “pero a mí lo borracho se me quita mañana y a ti lo fea ya no se te quita nunca”.

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