Cuando nació sábado, suplemento cultural del diario unomásuno, Gustavo Sainz hizo La semana de Bellas Artes, que se insertaba los miércoles en cuatro periódicos, entre ellos el propio unomásuno. El tiraje de sábado no superaba los 40 mil ejemplares, en tanto el de La semana... alcanzaba los 300 mil. Y eso despertó envidias. Amigos mutuos me dijeron que Huberto Batis hablaba pestes de nosotros (yo formaba parte del equipo de Sainz) y nos acusaba de pendejos. Ni modo.
El chiste es que solicité una beca del INBA–FONAPAS (antecedente claro de las actuales promociones del FONCA) y, al enterarme que quien decidía en la rama de ensayo, en la cual participé, era el maestro Huberto Batis, me di por perdido. Sin embargo, cuando se publicaron los resultados vi mi nombre entre los ganadores, y me lo confirmó un telegrama. ¡No lo podía creer: Batis me había elegido! En la fiesta que se hizo (grandiosa, rimbombante: eran tiempos de administrar la riqueza del país) me acerqué a Huberto para agradecer la distinción, y me dijo: "No te bequé a ti, sino al tema que vas a manejar". Y era que mi investigación habría de girar en torno a la obra de Juan García Ponce, acaso el amigo más cercano de Huberto. Nunca trabajamos, y solo nos veíamos en la caja del INBA cuando íbamos a cobrar nuestra beca.
En ese tiempo, yo colaboraba en las páginas de cultura de Excélsior (por invitación de don Edmundo Valadés), y me sorprendió mucho que Huberto me llamara para hacer el recuento de narrativa mexicana de fin de año en sábado. Lo hice, y le gustó al maestro. Meses después me propuso integrarme a su suplemento, y acepté (también se mudó de medio Sandro Cohen).
Es más que sabido que Huberto Batis tiene fama de ogro furioso. Lo es, aunque también es un hombre magnífico, generoso y, sobre todo, muy simpático. Debo decir que en esos días uno debía entregar su mecanuscrito en la redacción (ahora esa importante fuente de noticias —chismes— se ha perdido (des)gracias a las nuevas tecnologías). Y sí, vi a Huberto despotricar contra algún colaborador, hacer pelota su texto y tirarlo a la basura. Mas cuando estaba de buenas, sacaba la cabeza de la montaña de periódicos y libros que era su escritorio y se ponía a contar cosas sabrosísimas que nos hacían orinar de la risa.
Cuando llegué a unomásuno Huberto se encargaba, además de sábado, de la sección metropolitana del periódico: él solo casi hacía todo el periódico. Me dio una columna en el suplemento y otra en las páginas del diario; se llamó "Colonia Roma", donde publiqué, cada semana, textos de corte urbano que darían pie a mis libros Crónicas romanas y Loquitas pintadas. Batis es mi maestro, aunque nunca tomé clases académicamente oficiales con él en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM (soy de Ciencias Políticas y Sociales), donde Huberto tiene siglos enseñando (me dijo: "Me quieren correr los de la UNAM, por viejito; pero yo no me quiero ir") y tiene, también ahí, fama de ogro. (Su nieta Mariana fue mi alumna en Ciencias Polacas.)
A mí solo me tocó sufrir su carácter un par de veces, y por eso me siento privilegiado. Huberto leía de pe a pa cada colaboración, pero las mías recibían su VoBo y se iban de inmediato al taller. Pero me tocó: le entregué mi texto y se puso a leerlo; luego dijo, con gesto severo: "¡Cómo puedes hablar bien de esta tipa si es una ladrona y además no es escritora!" Se trataba de Yolanda Vargas Dulché, la autora de historietas célebres como Memín Pinguín, quien acababa de morir. Decía en mi artículo que, además de ser importante su trabajo en el rubro de las historietas, había publicado un libro de cuentos cuyo contenido era totalmente distinto al de sus cómics. "No te encabrones, maestro", le dije, "préstame una máquina (no había computadoras en la redacción) y escribo algo distinto". Su respuesta fue categórica, letal: "Es tu opinión, y es tu firma". Le puso el VoBo. Lección de periodismo.
Recuerdo a Batis armado siempre de su cámara fotográfica. Retrataba a todo mundo, y en especial a las chicas, a las que hacía posar en el que sería el famoso "diván de sábado". Las publicaba cada semana, aunque algunas, por demasiado "atrevidas", fueron excluidas. Eso me remite a la aventura Bibi Gaytán.
La chica era un monumento, su piel era una palpitación, un embeleso, un embrujo. Y escribí de ello en mi columna. Batis la ilustró, y estuvo de acuerdo en la belleza de la niña. Después, inventé que había un Club de Adoradores de Biby Gaytán, y convencí a mis amigos (también "adoradores") de escribir poemas y textos alusivos. Jorge Esquinca, Francisco Conde Ortega, Francisco Hernández, Vicente Quirarte celebraron a la diva. Y Batis publicaba todo, cada semana y con nuevas fotografías. En mi locura, publiqué que se había formado el Club de Adoradores de Bibi Gaytán a nivel nacional, y dije los nombres de los escritores–delegados en cada estado de la República: Élmer Mendoza en Sinaloa, Esquinca en Jalisco, Julio Ramírez en Oaxaca, etcétera. Mi amigo, el excelente poeta quinatanarroense Javier España, me habló, compungido: "Oye, qué es eso del Club; tengo decenas de solicitudes de credencial". Lo maravilloso fue que hubo respuestas en los medios de comunicación: "¡Cómo es posible que los poetas celebren a esta chica!". Enrique Serna intentó contraatacar con Gloria Trevi, pero fracasó. Más tarde, Rubén Bonifaz celebró con sonetos a Lucía Méndez. "Copión", le dije, y celebramos comiendo tacos en La Lechuza.
Una tarde, estábamos emborrachándonos en una cantina del Centro, nos habló Batis para decirnos que Bibi lo visitaría para agradecer tanta publicidad. Corrimos hacia el unomásuno, pero llegamos tarde: el cabrón de Huberto llamó a fotógrafos del diario, se hizo tomar fotos con la bella y la sentó en su diván. Y no solo eso: cenó con ella. Moríamos de rabia. (Como prueba de eso, Batis conserva —la tenía en la redacción— una foto de tamaño natural, emplastada en triplay, de Bibi. Cuando se fue del periódico, se la llevó consigo —la foto— y la tiene en su departamento de Tlalpan.)
Huberto Batis inventó la sección "Desolladero". Se trataba de que los lectores respondieran a los periodistas, aunque eso, de pronto, desembocó en lo que el título de la sección conllevaba: un descuartizadero. Nos tirábamos a matar, sin ninguna piedad, y eso, aunque cruel, abrió otro cauce en el periodismo mexicano: la réplica, sana o insana.
¡Ah! Hay que leer al Huberto Batis no periodista, sino al crítico, al analista académico. Sus libros (supongo que se les menciona en otra parte de Laberinto de este día) son verdaderas joyas.
Gracias, José Luis, por hacerme recordar a uno de mis maestros de toda la vida, en más de un sentido. Y, por supuesto, gracias, Huberto, por tu amistad.