Emmanuel Carrère: Tras la oscuridad ajena

Después de incursionar en la novela, el escritor francés descubrió que no bastaba con contar una historia: hacía falta involucrarse emocional e intelectualmente con ella al punto de que se anular las distancias tradicionales entre el escritor y su

Emmanuel Carrère en la FIL Guadalajara.
Ariel González
Guadalajara /

He aquí un escritor que no vacila en asumir deliberadamente que la literatura admite todas las estrategias para alcanzar sus propósitos. Emmanuel Carrère viene a ser, así, una especie de gran mariscal que en la batalla por expresarse es capaz de movilizar los recursos más controvertidos con enorme audacia, sin perder jamás ese temple que los lectores de todo el mundo ya le reconocen.

Es en las inmediaciones del periodismo, la novela y la crónica más personal donde el autor realiza sus grandes maniobras, desplegando elegantemente todas las posibilidades literarias de los casos que aborda: un asesino (El adversario), la vida de un provocador (Limónov) o la suya misma (Una novela rusa). Los perímetros de los grandes géneros le resultan insuficientes y los trasciende comprometiendo lo que sea necesario, incluso su propia intimidad o la ajena.

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[OBJECT]Salvo en algunos de sus libros —con toda seguridad El Reino, porque ahí nunca pone mayores dudas de por medio: su fe religiosa es como una roca de certezas—, Carrère demuestra que no escribe porque sabe sino para saber. Casi todos sus textos han sido formulados como un gran reto para sí mismo, una indagación de imprevisibles consecuencias. Eso le ha brindado la oportunidad de profundizar, junto con sus personajes, en un sinfín de situaciones que de por sí siempre se revelan complejas, apartadas de la vida ordinaria (aunque lo parezcan inicial o formalmente). Y esas exploraciones a caballo entre los más diversos campos literarios hace que su prosa encante y estremezca como pocas en nuestro tiempo.

Carrère es la clase de escritor que se pregunta qué hacía él durante el día en el que su personaje —pongamos el escalofriante asesino Jean-Claude Romand— asesinaba a toda su familia. Al hacerse esa pregunta, nuestro autor penetra en la historia de un modo radicalmente distinto; su abordaje abandona rápidamente la piel de la historia para ir directamente a sus entrañas. Lo hace a la manera de quien acaba de conocer en un café a alguien y entonces entabla un diálogo muy personal donde descubre afinidades y distancias diversas. “¿Ah, sí? Yo también...” o “Yo no”, parece decir con toda confianza ante ese desconocido frente al que de inmediato empieza a desencriptar los códigos que impiden llegar a la médula de los temas.

Es así como se produce ese paisaje narrativo en el que en un párrafo van los hechos, en otro la versión del personaje y, para completar la escena, lo que Carrère creía, pensaba o sentía ante todo lo anterior, siempre trazando un vínculo directo y por momentos perturbador con la historia y su protagonista.

En realidad, Carrère nunca va por la historia en sí misma. Eso —ir tras el relato desde el punto de vista fáctico— lo equipararía con lo que ya otros autores han ensayado suficientemente; lo cual no estaría mal, pero lo que a él le interesa es rondar los puntos más oscuros, extraños e insondables de una situación ajena para luego emprender su más rigurosa auscultación desde sus ángulos más agudos.

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Establece entonces un compromiso con la historia. No importa que el personaje que lo fascina —tanto, como para dedicarle un libro— sea alguien como Limónov, cercano a criminales de guerra y a las más delirantes posiciones políticas. Justamente por eso. Que Limónov sea un cabrón, pero no un vendido, eso le da un valor inmenso para que Carrère haya decidido emprender una obra en torno suyo que ha sido celebrada y premiada.

En cierto momento Carrère descubrió que no bastaba con contar una historia, ni siquiera contarla muy bien: hacía falta involucrarse emocional e intelectualmente con ella al punto de que se disolvieran los parámetros tradicionales entre el escritor y su trama, entre el periodista y su tema. Eso es lo que lo separa de autores como Truman Capote. ¿Cómo habría sido A sangre fría escrita por Carrère? No tenemos que ir muy lejos por la respuesta: la neutralidad, ya de por sí siempre inexistente o en el mejor de los casos muy frágil, se vería abiertamente trastocada, subvertida al deseo de estar muy cerca de las ideas y sensaciones de sus personajes y del propio Capote (porque él estaría en el relato, no lo duden).

De algún modo, la escritura de Carrère es como una intervención quirúrgica sin anestesia, donde de paso el cirujano puede incluso gritar de dolor con el paciente. Esa original aventura literaria prosigue, para suerte del lector, tomada de la mano de los hechos, sentimientos, incertidumbres y reflexiones más inquietantes que constituyen la vida misma.


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