En su texto “De la historia y sus instituciones a las responsabilidades de la historia”, parte del libro Enrique Florescano: semblanza de un historiador (Universidad Veracruzana, México, 2017), Javier Garcíadiego recuerda una anécdota en la que Daniel Cosío Villegas se presentaba a sí mismo como una “institución”. Para él, Florescano igualmente ha alcanzado ese rango que lo pone a la par de otros ilustres colegas suyos como, además de Cosío Villegas, Silvio Zavala, Miguel León–Portilla, Leopoldo Zea, Luis González y González y Enrique Krauze. No se puede estar sino de acuerdo. El libro citado reúne las páginas que amigos, discípulos y compañeros de profesión leyeron por invitación de las autoridades de su alma mater, para recordar sus 50 años de historiador y que ahora felizmente sirven para celebrar sus 80 años de vida. A partir de ellas, hemos elaborado estas aproximaciones para su biografía intelectual.
Precozmente maduro, Enrique Florescano (San Juan Coscomatepec, Veracruz, 1937) estudió dos carreras simultáneamente —Derecho e Historia— pero al final sus intereses lo inclinaron hacia la musa Clío. Sin embargo, la inquietud intelectual que lo acompañó desde joven hizo que no se quedara en un solo ámbito dentro de este campo de estudio, ya que su carrera ha abarcado la investigación, la edición y la función pública. Sus investigaciones igualmente han sido variadas: siempre teniendo la historia mexicana como eje, no se ha quedado en una sola época y temática. Así lo retrata en su juventud José Blanco (“Enrique Florescano Mayet. El pasado ya no es como era antes”): “En esos primeros cinco años de vida universitaria (de los 19 a los 23 años), Enrique Florescano cinceló en su ADN el estilo de trabajo de vendaval, pero con muchos rumbos”.
He aquí un resumen de lo que realizó en esa etapa formativa: fundó y dirigió la revista mensual estudiantil Situaciones; ingresó como colaborador al Diario de Xalapa, en el que fue fundador y director de su suplemento cultural; se volvió líder estudiantil y organizó un concurso literario.
Al terminar su etapa veracruzana, ocurren dos hechos que determinarán su futuro: su llegada a El Colegio de México, donde concluyó la maestría en Historia Universal, y su partida a Francia para realizar estudios de doctorado, experiencia que lo hará revolucionar su perspectiva de la historia, y que le descubrió, para citar las palabras de José Blanco, que “el pasado ya no es como era antes”.
Antes de ahondar en la raíz francesa de su quehacer como historiador, es necesario asomarse a sus influencias mexicanas, porque ése fue el substratum, bien cimentado por lo demás, con el que llegó a Europa. Clara García Ayluardo (“Enrique Florescano y la historia de México: un acercamiento personal”) cita al médico, antropólogo e historiador veracruzano Gonzalo Aguirre Beltrán, autor de Regiones de refugio, a Luis Chávez Orozco, su profesor, quien lo guio hacia el estudio de la historia económica de México; a Daniel Cosío Villegas, coordinador de la Historia moderna de México y estudioso del poder, con el que Florescano tuvo más puntos de contacto; a Luis González y González, quien con su libro Pueblo en vilo inauguró la aplicación de la microhistoria en nuestro país. García Ayluardo sintetiza así el aporte de estas influencias: “El examen de la mexicanidad, el estudio del poder, los mecanismos de la memoria, la preocupación por los temas agrarios y prehispánicos, y la cuestión étnica; la necesidad de aplicar la historia a la vida pública, la explicación de los usos de la historia, los valores y la ética en la historia, historiar la nación, teorizar la identidad y la pertinencia serían características sobresalientes de la obra florescaniana”.
Si bien, recuerda Jean Meyer (“El momento francés de Enrique Florescano”), Silvio Zavala y Luis González y González fueron la primera french connection mexicana, el doctorado que el autor de Memoria mexicana fue a hacer a L’École des Hautes Études en Sciences Sociales lo convertirá en el primer historiador mexicano plenamente moderno. Y si tal cosa sucedió se debió a que, remarca Meyer, el año en que Florescano arribó a París (Meyer anota que fue en 1965; Carlos Marichal que en 1966), L’École des Annales había ganado una batalla académica de 30 años y estaba “en todo su esplendor”. Fernand Braudel, Jean Pierre Berthe, Jacques Le Goff, Jacques Bertin y Ruggiero Romano fueron sus maestros. Pero con todo el deslumbramiento que le produjo la lectura de la obra de Braudel, y en general de L’École, en los que la historia tuvo “una serie de matrimonios fecundos con la economía, la geografía —luego demografía—, la etnología, la sociología, el psicoanálisis y la medicina”, para su tesis de doctorado, que se publicó en español en 1969 con el título de Precios del maíz y crisis agrícolas en México (1708–1810): ensayo sobre el movimiento de los precios y sus consecuencias económicas y sociales, se inspiró en las obras de Ernest Labrousse y “la historia cuantitativa” (histoire sérielle). La aportación de Florescano, rasgo que definirá su obra futura, fue incluir lo político como elemento fundamental. Para Labrousse y Florescano lo económico, social y político no podían separarse, pues de esa “mezcla explosiva”, según la expresión de Meyer, como todo mundo acepta ahora, surgen las revoluciones.
El Meyer mexicano, Lorenzo, al ahondar en los elementos políticos y sociales de su obra, en particular al referirse a su libro medular de madurez Memoria mexicana, apunta que Florescano “muestra y analiza cómo se han elaborado y usado las visiones del pasado, sea en el México prehispánico o en el colonial, con el claro propósito de legitimar el poder político y el orden existente” (“Enrique Florescano entre libros”). En el lado opuesto, los indígenas y criollos “también articularon un discurso histórico para justificar sus rebeliones”.
Si apuntábamos arriba que Florescano fue el primer historiador moderno stricto sensu se debe a que al hacer la permanente relectura del pasado aspiraba a romper este uso justificatorio. Tal fue su propósito al coordinar los libros de texto gratuito de Historia de México de cuarto a sexto grados de 1992, un fracaso que le dolió. En opinión de Rodrigo Martínez Baracs (“Enrique Florescano, editor”), el fracaso se debió al momento electoral que se vivía “pero también por la aún irreductible distancia que existía, y existe, entre la historia profesional, de los historiadores, y la mitológica ‘historia de bronce’ del común de los mexicanos”. El fracaso pudo haberle dolido, pero ajeno a la desazón permanente y convencido de que la historia está en constante transformación, Enrique Florescano ha seguido generando ideas que no dejarán de provocar discusiones.