“Mi papá es charro. Siempre viví con esta idea de qué era el ser hombre. Y en un ejercicio de rebeldía empecé a usar la imagen del charro. Pero a mi manera”.
Fabián Cháirez es un artista plástico conocido por su pintura. Una de sus obras más polémicas es La Revolución (2014), también conocida como el Zapata Gay, cuyo óleo, pese a su pequeño formato (30 x 20 cm) fue motivo de múltiples censuras luego de ser expuesto en el Palacio de Bellas Artes en 2020, en una exposición colectiva, Emiliano. Zapata después de Zapata. Ocasionó protestas de grupos zapatistas y recibió amenazas de muerte, además del enojo de los familiares directos del caudillo y la demanda del nieto, Jorge Zapata, al Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, y al mismo Cháirez, que no procedieron por la defensa a la libertad artística y creativa.
Pero su trayectoria no se reduce a La Revolución, es mucho más extensa. La obra de Cháirez es provocativa, incendiaria y desgarradora, cínica y salvajemente hermosa. Sus pinturas son historias vivas, heridas que se abren al ser vistas. Son placer y dolor, la penetración entre dos hombres, la pérdida de la virginidad de una mujer que antes cargó con el peso de ser hombre. Los mundos de Cháirez están pintados a base de memorias, pero también cargados de homoerotismo, yendo de elementos sagrados y hasta populares: el charro, el luchador, el futbolista, ese gallo que es símbolo de lo masculino.
En junio exhibió La inocencia de las bestias, en El Museo Universitario del Chopo, exposición que lleva el nombre de una de las piezas incluidas. Hoy se ha convertido en un artista que explora, tanto en la pintura como en la escultura, el erotismo, el poder de la imagen, el cuerpo y la provocación.
En su estudio del Centro Histórico me recibe una tarde de mayo de 2024, un edificio grisáceo de unos cuatro pisos. Ahí está Cháirez, altísimo y altísima a la vez, porque en él converge el imaginario masculino y femenino, y también fluye en sus pronombres, a veces es él, a veces ella. Me invita a pasar al tercer piso, a través de una cortina metálica, a su espacio de trabajo. Hay breves y distantes salpicones de pintura por doquier, en el piso, huele a solventes y oleos. Aquí lo acompaña Enoch, su asistente, que barniza unas obras, cuenta con un equipo que lo ayuda en su estudio y en su sitio web.
Preparan varias pinturas que cruzarán el océano para una exhibición en Europa y tratará sobre la muerte. De ahí que el resto de los cuadros estén colgados, algunos secándose. Veo los bocetos, trazos a escala, de una serie relacionada con la Iglesia, veo las pruebas de color, los inicios de las obras que ahora yacen terminadas.
Hay un sillón negro de piel y pinturas montadas como en exposición; veo mucha de la obra que ya había visto en fotografías, sobre todo en sus redes sociales, pero verlas en persona, en su hábitat natural, es como ver flores silvestres en la selva.
“Me gusta que mi obra sea democrática”
Originario de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, tiene 36 años, estudió la licenciatura en Artes Visuales en la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas. Actualmente radica aquí en Ciudad de México —donde se mudó en 2012—, exponiendo en galerías y museos de México y el extranjero, dando talleres de dibujo y pintura. Viste una playera verde olivo, pantalón de mezclilla y lentes negros cuelgan de su playera.
—A mí me gusta mucho abordar los temas relacionados con la población LGBTQ+ de una forma lúdica pero también desenfadada. En algunos momentos, intento hacer obras solemnes, que dignifiquen los cuerpos disidentes, pero en otras relajarme y que sean eso, parte del imaginario.
Noto a menudo entre sus pinceladas un mensaje: la presencia del macho que apedrea al joto con la misma mano con que lo acaricia. Con fondo amarillo, un luchador ¿o una travesti?, delgado y musculoso, con stilettos negros; un niño en el suelo, cabizbajo, ese momento en que descubre su diferencia mientras está rodeado de futbolistas; una travesti de nuevo con máscara de luchador, recostada y de espaldas, sin más ropa que un corsé que ajusta su cintura con fuerza y un delgado listón que se esparce sobre un cómodo colchón color de rosa, que tiene enterrados machetes, la severidad del machismo que no permite ni la menor pizca de feminidad en un hombre.
En estas pinturas habitan personajes que salen de las dimensiones del lienzo para mezclarse con el dolor y la memoria del invertido, de la vestida, del jotito. Historias que no pueden ser expresadas de otra manera más que a través del color con la intimidad del pincel, sobre un catre que es ese lienzo blanco sobre el cual Cháirez se desgarra.
En Soberbia, un antro ubicado en República de Cuba, en el Centro, años atrás la comunidad LGBTQ+ vio por vez primera en los baños unas curiosas y encantadoras esculturas que llamaron la atención: unas piernas alargadas con tacones y un miembro erecto, hechas de resina y fibra de vidrio color negro. Eran de la misma autoría del autor del mural de La Revolución, que había visto antes en el Marrakech Salón, otro bar, mucho antes del escándalo en Bellas Artes, cuando grupos zapatistas se enfrentaron en una batalla campal contra la comunidad LGBTQ+ en defensa de la libertad de expresión.
—Sí, de hecho, son de los elementos que diseñé ex profeso para Soberbia, uno de los puntos donde se celebra la diversidad. Esa lámpara arbotante fue, tal cual, una escultura que elaboré a mano, con mis manitas, y bueno, puse este elemento picarón que es el miembro, y posteriormente hice otra versión también sin él, los llamé Tucked y untucked, montado y desmontado, jugando con el slang del travestismo y el drag.
Cháirez hará el rediseño de esas esculturas y estarán a la venta en su página web, afirma que le gusta que su arte sea democrático, que resulte asequible al público mediante piezas no necesariamente seriadas, un ejemplo de ello es el merch que constantemente diseña (playeras, pósters, calendarios): “sabemos que el arte llega a ser bastante elitista, me gusta que mi obra sea democrática en costos y formatos”.
Es a través de bocetos, renders e incluso maquetas a escala, que vende un proyecto. Así lo hizo con La Purísima y El Marrakech Salón, con tal de que los dueños se interesaran en adquirir la pieza. Cuando llegó a la ciudad, en 2012, iba a estos lugares. “Ahorita ya no, por las resacas y desveladas. Entraba a estos lugares donde había obra de otros artistas y decía, wow, me gustaría estar entre ellos”.
—Valerio Gámez y su Guadalupapi (2000), o San Judas Chaka (2015), que es como un stripper vestido de San Judas Tadeo. O las fotos antiguas del Palacio de Lecumberri, donde están estas mariconas así, posando gloriosas. En algún momento haciendo la fila para entrar, dije, quiero ser parte de esto para no tener que hacer esa fila. En el mundo del arte hay cosas muy inciertas y, aunque tengas propósitos, a veces no suceden. Entre ilusión y propósito, yo quiero ser parte de esto y lo logré.
Hay una especie de interacción con lo publicitario. De pronto sus obras, sus pinturas, se asemejan a la publicidad de los años cincuenta en México, principalmente las figuras de luchadores u hombres sombrerudos, los gallos también, que de pronto aparecen con plumas rosas, pero al mismo tiempo con porte de machos.
—Creo que tengo en mí un publicista medio reprimido. He de confesar que la primera carrera que quería estudiar, antes de arte, era publicidad.
—Si no hubieras sido pintor, hubieras sido publicista.
—Me encanta la publicidad, era como se educaba a las masas. Lo interesante es el mensaje que hay detrás. Las alegorías y metáforas que se usan para decir algo.
“La pintura ha servido a cierto sector con privilegios”
—Toda la cuestión del charro viene de mi confrontación personal con la idea de masculinidad que convivía conmigo desde niño, siempre viví con esta idea de qué era ser hombre. Y de repente, en un ejercicio de rebeldía, empecé a usar también la imagen del charro. Pero a mi manera.
Imagino a Fabián de niño, con su madre llegando de dar clases, era educadora, lo llevaba a sus clases de piano, pero al poco tiempo le gustaron más las artes plásticas que, de cierto modo, eran actividades que veía en su padre, ingeniero, hombre de herramientas, construcción, actividades manuales que, aunque estéticamente no eran prolijas, tocaron a Fabián, pero él quería manipular la materia con sensibilidad, como lo hacía no con los soldados G.I. Joe, sino con su muñeco Ken, un Ken patinador, negro con rosa neón.
—Desde Chiapas empecé a hacer murales, acercándome a la comunidad de artistas de grafiti en Chiapas. En su momento consideraba que el grafiti era un lugar un tanto hostil y machista con las diversidades, con las disidencias, y me gustaba retar a la misma comunidad de artistas de grafiti e introducir mis temas, por el potencial que el mural tiene: que es en la calle y que las dimensiones son grandes.
Pese a que en el grafiti no hay muchas personas disidentes del género, se llevó una sorpresa al ser abrazado por los artistas de grafiti de Chiapas, en su mayoría hombres con quienes forjó cierta amistad. Realizó cuatro o cinco murales con su temática. Posteriormente, al llegar a Ciudad de México, hizo un par de murales, no recuerda si en Iztapalapa o Neza, y en 2015, en la Galería José María Velasco lo invitan a participar con una exposición individual, de último momento, porque un artista canceló,
—Y dijeron ‘¿a quién ponemos? Pues invitamos a esta jota’. Y dije órale, es el momento. La sala es bastante grande y está en Tepito, junté mi obra y resultó que sí podía llenar el espacio con toda mi obra”, el director entonces era Alfredo Matus, quien al año siguiente le pidió intervenir la fachada, entonces fue la primera vez que abordé el tema de los luchadores, a través de ese mural.
—Tenía a dos luchadores besándose.
—Ajá, que están cayendo y se están dando un beso. Y lo maravilloso de ese mural es que, de hecho, ahí me conoció Valerio Gámez, él estaba exhibiendo ahí también, y me dice, ‘qué maravilla lo que estás haciendo’. Fue la primera vez que dije, ‘ay, mira, Valerio, que yo lo admiraba, me elogió’.
Hay figuras que utiliza tanto en su pintura mural como de caballete, pero también las lleva a la tridimensionalidad a través de la escultura. Su modelado va de la plastilina al barro, sus acabados llegan a ser en cerámica y bronce.
—¿Qué otras esculturas has hecho, que no sean tan conocidas?
—Me encanta que hablemos de escultura, es algo que no he abordado en las entrevistas. De hecho, la escultura surge como un deseo por la tridimensionalidad y ciertas referencias al arte clásico. La escultura, al igual que la pintura, son espacios que le han servido a cierto sector con privilegios para que sus discursos predominen en la sociedad. Y los hemos visto históricamente, tenemos a la Virgen de Guadalupe, muchos ejemplos de cómo se nos educó a partir de la imagen.
“La imagen figurativa, como decía, es democrática. La entiende desde el más erudito, la más inteligente, la más académica, hasta la persona que tenga menos acceso a la educación. La entiende todo el mundo. Y nos siguen educando con la imagen, 95 por ciento de la información que vemos en redes sociales o en los medios de comunicación, son imágenes figurativas. Lo entendí desde un inicio de mi carrera”.
Habla de una escultura que hizo en 2010, unas piernas titulada Transverberación, y previo a esta realizó un torso, también para otro antro, un torso con una máscara fálica, y ahora trabaja en este luchador, un enmascarado atravesado por una serpiente.
“No hemos tenido la oportunidad de ser gloriosamente retratados”
Entre las influencias de Cháirez hay algo de neomexicanismo, corriente surgida en los ochentas que exaltaba elementos populares de la imaginería mexicana, como los charros, la Virgen de Guadalupe, la lucha libre o los colores vivos de frutas tropicales. Julio Galán y Nahúm B. Zenil son dos de los exponentes más apegados a esta corriente; otras influencias son también artistas más clásicos como Ángel Zárraga o Saturnino Herrán, en donde convergen la figuración, el erotismo, el dibujo técnico, la androginia; y otras influencias son la publicidad, los roles de género, masculinidades, feminidades y cuerpos disidentes, así como las figuras religiosas.
Algo que le gusta mucho de la cultura popular son las policromías. Estos santos con pestañas y acabados dorados que le recuerdan a su infancia. De niño le encantaba pintar, policromar el yeso de santos, de El Angelito de la Guarda o Santa Claus.
Quiso seguir los pasos de Saturnino Herrán —el del muralismo mexicano— en cuanto a retratar gente del cotidiano, incluso pintó una referencia directa a él, un óleo que tituló Caricias a Herrán (2020), porque es una aproximación a él, hay alegoría, hace alusión a La criolla de la mantilla (1917) de Herrán, que es justo una mujer que tiene una catedral a la espalda y tiene un velo, un rebozo de sevillana. Solo que él cambió la sevillana y puso a un charro. Un charro acariciándose con el pétalo de una buganvilia.
El erotismo y el poder son dos emblemas que se combinan en su obra, algo muy personal e íntimo que lo hizo aproximarse a la idea del charro fueron las alusiones al poder, a la masculinidad, a la relación que hay entre sí.
—Y me gustó, empecé a disfrutar quitarles ese poder donde socialmente los colocamos, y vulnerarlos. Veía un charro y es que es la cosa más marica que existe. O sea, ser macho es muy barroco. Al igual que la vestida, el macho funciona a partir de una ficción y, claro, el mismo traje del charro, o el del torero, o el del gaucho, el de todas estas expresiones de masculinidad y poder, son superteatrales”.
Volviendo a las influencias, una de sus mayores influencias pictóricas ha sido Paula Rego, pintora de origen portugués de quien le conmovieron sus pasteles y óleos cuando vio su obra en la National Gallery de Londres, el mismo año en que Cháirez exhibió Otros Colores (2021) en la UK Mexican Arts Society. La tiene muy presente porque refuerza su interés por la figuración o el arte figurativo: la obra plástica que se ciñe a figuras reconocibles en la cotidianidad (figura humana, animal, vegetal, objetual).
Cháirez escucha “un poco de todo, Madonna, gloria y señora; norteñas, corridos, narcocorridos, Daddy Yankee, Bad Bunny, Rosalía, K-pop. Cabe mencionar que el año pasado pintó la portada de Tenochtitlán, el álbum de la cantautora Mon Laferte. “Creo que la música es un reflejo de realidades, y conduce realidades.”
Entre sus lecturas, en este momento se encuentran Historia del arte sin hombres de Katy Hessel y Confesiones de una máscara de Yukio Mishima.
—Pedro Lemebel, ni te digo, cuando lo leí por primera vez en la universidad, dije ‘quiero hacer algo así con su manifiesto, con su Tengo miedo, torero, dije ‘quiero volverlo pintura’ y, de hecho, tomo algunas referencias de él.
Entonces, lo veo pintar. Ahí está el artista que más incomoda en México, que se apropia de los referentes de la cultura popular y los resimboliza, los erotiza y feminiza. La presencia femenina sobre el imaginario masculino.
—No hemos tenido la oportunidad de ser gloriosamente retratados, nos estoy poniendo en el lugar que debería merecer cualquier ser humano, simplemente.
Sostiene con la mano derecha un largo pincel con el que acaricia el lienzo al que está entregado, ha diluido un óleo que va marcando contornos. Sus manos van y vienen, toma un trapito azul que de pronto borra o difumina detalles de lo que será su próxima obra. De frente al lienzo, traza sobre la tela, que más que tela es un espejo sobre el que traza deseos, recuerdos, historias, una imagen doliente y erotizante.
GSC/AMP