Esto ocurrió hace unas horas: estaba en uno de los stands de la FIL, platicando con un par de amistades, cuando una de ellas me dio un codazo y me señaló con la mirada a un hombre que estaba cerca de nosotras. Entendí de inmediato la sorpresa de mi amiga: el hombre llevaba una cantidad ingente de libros entre las manos —eran tantos, que tenía los brazos bien estirados por debajo de su cintura y la pila de libros llegaba hasta su barbilla, que hacía de pinza para evitar que cayeran—. Vi que traía novelas, libros de poesía y antologías, así como algún volumen de historia y otro de filosofía. “A lo mejor trabaja aquí y los va a acomodar”, pensé, pero entonces el hombre le dijo a alguien: “Ven, vamos a la caja” y caminó a pagar. Detrás de él, entonces, vi a un niño de unos diez años, con una pila de libros entre las manos, igual sostenida contra su pecho y evitando su caída con la presión de su mandíbula. Libros aparte, el niño era el vivo retrato del hombre. No solo eran los mismos rasgos físicos: también compartían una expresión mitad traviesa y mitad emocionada.
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“Oiga, señor, ¿no me quiere adoptar?”, le preguntó la más extrovertida de mis amigas. El hombre rio con calidez y el niño sonrió, orgulloso. “¡Me faltó uno!”, dijo el chiquillo y el hombre, que ya le había pasado su propio montón de libros al cajero, tomó los que traía el muchacho y le dijo: “Ándale, pero no te tardes. Y nada más uno más, ¿eh?” Aproveché para ver qué libros había elegido el niño. Eran novelas y colecciones de cuentos infantiles, pero también había un cómic y un libro sobre dinosaurios más del tipo de divulgación general.
El hombre nos miró de nuevo, un poco apenado, y dijo: “Ya me atoró este chamaco. Pero es que le prometí la FIL pasada que por cada libro que leyera en el año, en esta feria yo le compraría uno nuevo”. Me encantó. Hasta me animé a preguntarle: “¿Y los que le pasó primero al cajero también son para su hijo?”. Él sonrió de nuevo con la expresión de travesura que compartía con el niño y me dijo: “Ah, no. Esos son para la casa. A ver si no nos corren a los dos”. El chiquillo regresó entonces con el libro que le faltaba… y con otro par. El papá frunció el ceño y, sin amilanarse, el niño le regaló la sonrisa pícara que acabábamos de ver en la cara del adulto, que suspiró, dándose por vencido. “Pero con esto ya estamos a mano, ¿eh?”, fue lo único que dijo. El niño asintió, feliz.
Aquí podría detenerme para recitar una moraleja acerca de lo temerario que es gastar de más, en libros o en cualquier otra cosa; o juzgar al hombre por darle al niño por su lado en vez de enseñarle de frugalidad y templanza. No sé, hasta le podríamos criticar al tipo que estuviera comprando tal cantidad de libros sin tener consenso con su pareja (deduciendo esto a partir de su frase: “a ver si no nos corren a los dos”). Seguro hay mil detalles equivocados en la escena que les acabo de describir, que podrían ser censurados y malvistos (incluyendo el desparpajo de mi amiga y mi metichez).
También podría continuar e inventarles que el hombre me aseguró que van a leer juntos los libros, o hacer un poco de trampa y decirles que vi el futuro y que el niño será algún día un escritor sorprendente o un líder social o qué se yo.
Pero creo que ninguna de esas opciones hace falta. Dejémoslo en que fue una escena entrañable, y por eso es que vine de inmediato a contárselas a ustedes.
ÁSS