Álvaro Enrigue debutó en 1996 con La muerte de un instalador (Premio Joaquín Mortiz de Primera Novela) y desde entonces su carrera literaria ha sostenido un ritmo constante en búsquedas estéticas, que algunos consideran experimentales (El cementerio de sillas, Hipotermia, Vidas perpendiculares) o del género de la metaficción (Muerte súbita, Premio Herralde de Novela).
Ahora me rindo y eso es todo, su novela más reciente, es un laberíntico relato en torno al Jefe Apache Gerónimo, a la tribu chiricahua, a sus perseguidores (los generales Nelson Miles y José María Zuloaga), a Camila (la esposa mexicana del jefe chiricahua Mangas Coloradas), Sonora, el desierto, Janos, Chihuahua y, por supuesto, en torno a un escritor que en el Nueva York actual nos cuenta el proceso de escritura de la novela misma.
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Esto platicó con MILENIO a propósito de la presentaicón de la novela en la FIL Guadalajara.
La génesis de Ahora me rindo y eso es todo.
Esta es una novela de ficción y aunque todos los personajes son históricos, salvo la Monja Pistolera, el libro surgió de una pista falsa. José Emilio Pacheco me contó que el general Bernardo Reyes (padre de Alfonso Reyes) estuvo presente en la rendición de Gerónimo, una de las primeras remisiones de Gerónimo porque el jefe apache se rindió muchas veces, pero el dato me pareció fascinante. La idea de que el general Reyes, un hombre muy culto (la biblioteca primigenia de Alfonso Reyes es la biblioteca de su padre), y que además fue el primer editor fuera de Montevideo de Ariel, de José Enrique Rodó, un libro muy antigringo, hubiera estado presente en la rendición de un mexicano frente el ejército estadunidense me pareció alucinante. Así que me puse a buscar el dato y resultó que era una pista falsa, lo cual era raro en José Emilio Pacheco, pero a partir de ahí empecé a trabajar con el detalle de que Gerónimo era mexicano. No era americano, no era latinoamericano. Era apache, sí, pero en términos legales era ciudadano mexicano porque nació en Nuevo México antes de 1847, es decir, cuando Nuevo México todavía era un estado de la República Mexicana, y después de 1821, cuando la Constitución le otorgó plenos derechos a los indígenas como ciudadanos. Entonces comencé a recopilar bibliografía e información sobre la guerra apache, la última épica de sometimiento de una nación originaria americana que cierra el ciclo que comienza con la caída de Tenochtitlan en 1521; una épica pequeña porque el ejército apache era muy modesto pero cuya historia de resistencia es asombrosa: aunque muy menguados, esos guerreros resistieron los embates del ejército gringo y del ejército de Porfirio Díaz, los regimientos más grandes de América de la época. En su rendición, la última, el ejército apache contaba 23 miembros, incluidos mujeres y ancianos.
La arquitectura narrativa.
Digamos que Ahora me rindo y eso es todo forma parte de una especie de ciclo narrativo que empezó con Muerte súbita, mi libro anterior (no me gusta mucho la palabra ciclo porque suena a mausoleo, pero en fin): novelas que surgen de un archivo que explica el relato, que lo ilustran o lo complementan. Mi método es una especie de trabajo de artesano: escribo a mano tanto los fragmentos narrativos como la información que he acopiado y, una vez frente a la computadora, reescribo y mezclo los textos siguiendo el mapa mental de lo que será el libro. Lo que hago son novelas conceptuosas, como dirían en el siglo XVII, novelas que juntan cosas que no deberían unirse pero que al hacerlo producen un significado. Como en ese verso de Quevedo: “Nadar sabe mi llama la agua fría”. Junta fuego y agua fría en un solo verso, algo que sólo puede ser real en esa cosa prodigiosa que es la escritura literaria. Hay que unir opuestos y ver qué pasa. Escribir es un juego, una adivinanza, un acertijo.
El instante creativo y sus manías.
Mis espacios de escritura no se parecen a los de la idea general de la creación. Mis defectos son infinitos. Soy muy aficionado al beisbol y al futbol, y ambos deportes hace mucho que se mudaron a la computadora. Así que para no distraerme comencé a escribir a mano, en lugares cómodos para mi rol de padre de familia. Por ejemplo, un café cercano a la escuela de mi hija, en el que trabajo cuatro o cinco horas y ya soy parte del mobiliario. Parte de mis manías son el cuaderno que uso (una libreta japonesa) y el instrumento: pincelines Wearever, la única pluma hecha en México a la que tengo acceso en Nueva York.
El balance de la carrera propia.
No sabría cómo hacer un balance de mi trayectoria literaria. Lo veo de forma más simple: soy una persona que está mucho tiempo sola. He vivido desde hace años en el extranjero, y además me cuesta trabajo relacionarme con la gente, por lo que lo único que puedo hacer es confesar que escribo con toda la honestidad posible. Todos los escritores sabemos que el reconocimiento siempre es circunstancial.
con Álvaro Enrigue
ASS