“La escritura lleva consigo una fuerza propia. Es un momento en el que paras todo lo demás, te detienes en ti mismo y al mismo tiempo vas hacia el otro”, reflexiona Gabriela Cabezón Cámara. La autora argentina recibió el Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz en la FIL Guadalajara 2024 por su novela Las niñas del naranjel (Literatura Random House, 2024).
El libro es una reinvención de la vida de Catalina de Erauso —la Monja Alférez—, una figura histórica del siglo XVII que, en manos de Cabezón Cámara, adquiere un carácter imaginativo y de una riqueza lingüística excepcional.
“Reconstruir una vida es imposible”, admite la autora. No obstante, su lenguaje que desafía convencionalismos se acerca mucho a ese objetivo. Con una amalgama de español contemporáneo, guaraní y referencias al castellano del Siglo de Oro, la novela evoca un contexto histórico que dialoga con las tensiones del presente. “Me gusta jugar con la lengua; es algo que me divierte y me hace feliz”, confiesa la escritora, cuya propuesta estilística bascula entre el ludismo y la profundidad.
En esta charla, Cabezón Cámara habla sobre la memoria, el juego con la lengua y la ternura que permea su novela. Las niñas del naranjel es, en su esencia, una invitación a repensar nuestras historias y el modo en que las contamos.
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Hay una frase clave de tu personaje Antonio al inicio de la novela: “He aprendido a contar historias”. Más allá de ser una declaración para su tía, a quien le escribe una carta, parece dirigida también a los lectores.
Antonio es un ser bastante horrible. Su autobiografía es pura acción: sujeto, verbo, objeto. No parece haber complejidad en él. Pero en la selva, junto a las niñas, los animales y la presencia de la Nación Guaraní, encuentra una tregua. Es un tiempo que le permite reflexionar, algo completamente nuevo para él. Escribe desde un lugar que nunca había habitado antes, una calma que también tiene su propia inercia.
¿Por qué iniciaste la novela precisamente en este momento, cuando está en América? La historia también pudo arrancar de manera cronológica contando su vida en Europa o en el convento…
Quise empezar con la ficción pura. La realidad histórica de la Monja Alférez es tremenda, pero también plana. Me interesaba crear un marco de tregua para que Antonio pudiera volverse reflexivo. No sé si la figura histórica real era capaz de reflexionar o de amar. En su autobiografía, describe la ciudad de Lima y solo ve instituciones españolas, nada de la riqueza no occidental de la época. Me gustó darle un espacio para que pudiera empezar a ver, a sentir y a estar donde está.
En cuanto al lenguaje, la novela mezcla el español contemporáneo, el guaraní y alusiones al castellano del Siglo de Oro. ¿Cómo llegaste a construir esta combinación tan rica y diversa?
Me encanta jugar con la lengua. Me divierte y me hace feliz. Probé distintas formas para encontrar la voz de Antonio. Al final, decidí inventármelo todo, con palabras antiguas, un poco de guaraní y una sintaxis ligeramente alterada. El guaraní, aunque son solo un puñado de palabras, da la impresión de estar omnipresente. Además, las referencias modernas a veces surgen sin planearlo; estás escribiendo y aparecen. Es un juego, pero también es un homenaje a la diversidad lingüística y cultural de la región.
La novela aborda asuntos como el extractivismo, el racismo y los vestigios de la conquista. ¿Cómo conectas estas cuestiones históricas con nuestra realidad actual?
Estas cosas no se han terminado. La conquista no acabó cuando los europeos se fueron; seguimos siendo territorios de sacrificio. El extractivismo y el racismo están intrínsecamente ligados. El saqueo de recursos naturales sigue ocurriendo, y los pueblos originarios son los más afectados. Todo esto está conectado con las estructuras coloniales que persisten. El extractivismo nos envenena a todos: agua contaminada, suelos destruidos, comunidades desplazadas. Todo se mantiene como si viviéramos en los tiempos de la conquista, solo que con otras herramientas.
La ternura, por otra parte, tiene un papel destacado en la novela, especialmente en las interacciones de Antonio con las niñas. ¿Qué buscabas explorar a través de esta relación?
Tener niños cerca es de lo mejor que puede pasarte. Ellos te sacan de ti mismo y, al mismo tiempo, te obligan a repensar tus prioridades. En el caso de Antonio, las niñas lo llevan a recordar que él también fue una niña. Esa presencia infantil lo conecta con algo más humano y le permite abrirse a nuevas emociones. Los niños son luminosos; cuestionan todo con su “¿por qué?” constante, y te hacen reconsiderar cosas que dabas por sentadas. Creo que ese es el poder de la niñez en la novela y en la vida real.
Mencionaste en alguna ocasión que escribir es como rescatar restos de un incendio. También hablas del lenguaje como una corriente que atraviesa al escritor. ¿Podrías profundizar en esta idea?
Escribir es un proceso de captura. Todo se te escapa, se quema, se evapora. Lo que logras rescatar es lo que queda. Es como si el lenguaje te cruzara y solo pudieras agarrar fragmentos de esa corriente. Esa tensión entre lo que pierdes y lo que salvas es lo que me impulsa a escribir. Además, escribir te obliga a entrar en ti mismo y salir al otro. Es una experiencia que transforma; cada palabra rescatada es un testimonio de esa lucha.
ÁSS