Para muchos, el dolor no está en el pasado, no es algo que se supera, ni representa un territorio de conquista; es más bien algo con lo que se aprende a vivir, un mecanismo para la creación.
Esto es lo que comparten cinco escritores contemporáneos, quienes desde la narrativa encontraron una manera de articular y palpar su dolor.
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Desde la FIL Guadalajara, Julián Herbert, Piedad Bonnett, José Zuleta Ortiz, Simón Soto y Alma Delia Murillo conversan y comparten su mirada sobre la catarsis a través de las letras; reflexionan sobre cómo ha sido abordar las heridas que los atraviesan desde la escritura, que en ocasiones, más que aliviar, lastima.
En búsqueda de un rostro
Delia Murillo, como muchas otras personas, es "hija de Pedro Páramo", es decir, hija de un padre ausente.
“Me dijeron que estaba muerto y no estaba muerto, ni estaba de parranda”, bromea.
Luego de años de la partida de su progenitor, decidió ir en busca de ese fantasma y ponerle cara, de ahí el título de su libro La cabeza de mi padre.
Fue en el proceso de ir narrando su búsqueda que notó que la escritura muchas veces rebasa la primera intención de una historia y que a partir de ella había una inevitable confrontación con las heridas, con los propios demonios, sin que necesariamente se diera una redención.
“Hay una persistente pregunta ‘¿Ya sanaste el abandono de tu padre?’. Muchas veces, entre broma, lo primero que contesto es ‘No soy ningún ejemplo de salud emocional. Estoy muy podrida por dentro’. Es verdad que pude contar la historia (...) pero no es que el dolor sea objetivo ni materia única de la escritura y tampoco tiene el objetivo de sanar”, explica.
La traición a lo que fue escrito
Hace tres años, Simón Soto publicó cómo fue su proceso para dejar de beber y de consumir cocaína en Todo es personal. Diarios de la abstinencia.
Para él, escribir no tuvo un propósito terapéutico, sino una función estilística: una necesidad de registrar todo aquello que devino luego de acudir con el psiquiatra y confrontar sus adicciones.
“El vicio, la culpabilidad, la caña, es tan brutal: imposibilita. Al día de hoy es un diario que se anula a sí mismo, porque he tenido recaídas, pero fue muy importante publicarlo porque me permitió torcer la narrativa, publicar algo totalmente distinto a lo que suelo escribir, otra forma de estructura”, reflexiona.
Sin embargo, asegura que se siente casi en deuda por escribir otro diario para narrar cómo fue su recaída, que se dio poco algunos años después de la publicación del diario, pues ahora siente sus palabras como una mentira.
“Quizá para algunas personas ese libro tiene un valor estético, qué sé yo, pero para mí, lo que está detrás me cuesta mucho trabajo porque ahora es verdad pero también es mentira”, comenta.
Escribir para abrir nuevas heridas
Hay algunos libros que más que llevar a la catarsis, producen más dolor. Esto ocurrió con Lo que no fue dicho, del escritor colombiano José Zuleta. La obra es, en síntesis, una carta a una madre que no conoció la vida de su hijo.
“Los libros autobiográficos son muy difíciles de escribir y entender, algunos pueden producir más dolor, pueden producir más efectos que uno no desearía”, explica.
Para él, “vivimos en familias que están paradas en sus silencios, la familia está sostenida sobre esas débiles palanqueras”, mismas que se rompen cuando se rompe el silencio.
Esto es lo que experimentó luego de que se publicara su libro, pues si el propósito era curarse de una cosa, terminó "enfermo de otra”.
“Trataba de solucionar no haber tenido mamá pese a saber que existía, pensé que no hubiera muerto. Pero cree más problemas al escribirlo, con mis hermanos, hermanas. Las familias son una suerte de ficción, y cuando alguien se atreve a hablar ese pacto secreto se rompe y todos hablan desde su propia ficción”, comenta.
Así, lejos de un alivio, se convierte en un dolor presente “con el que hay que seguir caminando”.
Lo que no tiene nombre
Para Piedad Bonnett la literatura siempre fue catártica. Nunca fue una persona que se sintiera cómoda viviendo, era una niña con muchos miedos y rabias. Sin embargo, la muerte de su hijo transformó la forma de experimentar esa catarsis en la escritura.
Ella comenzó a escribir dos meses después de recibir la llamada en la que le anunciaron que Daniel, su hijo, se había suicidado. Escribir no era una vía para sanar, sino una forma de retener desde las palabras.
En el proceso descubrió que su cabeza funcionaba en dos registros: por un lado el que estructuraba el dolor y por otro, el que experimentaba el dolor mismo. Así luego de llorar se preguntaba cómo narrar las imágenes que brotaban de su mente, esas pequeñas escena con las que traía de vuelta a Daniel.
“Cuando comenzaba con esas preguntas, mi cerebro se serenaba. Aprendí que se puede hacer ese movimiento”, describe.
Fue por medio de la escritura que confrontó su temor a olvidar y dar un poco de movimiento a los recuerdos paralizados. Con esta idea en mente fue que surgió uno de sus poemas:
“Para que no te mueras doblemente
pido al dolor que sea mi alimento,
el aire de mi llama, de la lumbre
donde vengas a diario a consolarte
de los fríos paisajes de la muerte”
Piedad considera que lo catártico funciona en la escritura, no como una meta, sino que como un espejo de la memoria y del dolor de otros.
El humor
Esta última idea es compartida por Julián Herbert, quien considera que la catarsis es una palabra problemática. Para él, lo que ayuda a un escritor a conectar con los lectores es la capacidad de interiorizar el sufrimiento de los demás en la medida en que no se abandona el sufrimiento propio.
En este sentido, explica que en el proceso de escribir su libro, Canción de Tumba (donde narra su experiencia ante la muerte de su madre), descubrió en la labor de la escritura, la recuperación de la memoria y el uso del humor y la técnica de la escritura como instrumentos para vivir con el dolor.
“Es posible evitar que el dolor se desvanezca con humor”, asegura.
LHM