Cada quien busca paz de espíritu a su modo. Los hipocondriacos van a ver al doctor. Los criminales hablan con su abogado. Los neuróticos reptan camino al terapeuta.
Los escritores nos tronamos los dedos justo antes de la cita con nuestro agente: esa suerte de arcángel protector que suele ver más lejos que nosotros, aunque no siempre traiga las mejores noticias. Reconforta mirarse de regreso en la Tierra, y en un desliz creer, pese a las evidencias, que este oficio de locos es asunto serio.
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Añora uno, por pura necedad, aquellos años leves en los que a nadie más le preocupaba lo que fuera a escribir. A falta de editor y compromisos, el futuro era todo territorio quimérico y hasta los familiares —puede que fueran ellos en especial— te miraban con esa mezcla de simpatía, piedad y pesadumbre que inspiran los ilusos sin quehacer.
“¡Ya lo verán!”, rumiabas, con la esperanza terca de un inventor anónimo camino a la oficina de patentes.
Alguna vez, con veintipocos años, compuse una cartita fantasiosa para una prestigiada agente literaria y la metí en un sobre que volaría hasta España, acompañada de un par de capítulos de lo que, según yo, sería una novela.
“Más vale de una vez irnos haciendo cómplices…”, recuerdo que decía, lejos de sospecharme que contribuía así al estoico género de la comedia involuntaria. ¿Necesito añadir que jamás recibí respuesta alguna, ni acabé de escribir la tal novela?
El agente, en efecto, cumple el papel de cómplice —además de abogado, socorrista, pistolero, pilmama, terapeuta y gurú— de quienes dependemos del instinto y somos presas fáciles de un cerebro tramposo que a cada tranco muda de opinión, en unas aguas plenas de tiburones.
Con todo, uno se esfuerza por aparecer cuerdo cada vez que le llama, y poco le ilusiona más que hacerse acreedor de su interés (nada que no intentáramos de niños, cuando la recompensa a nuestro ingenio solía ser la atención de los grandes).
En alguna ocasión, cierto editor grosero se refirió a mi agente como Maquiavelo.
“¿Ves? ¡Por eso lo quiero!”, respondí, satisfecho y retador.
Aficionado al tenis desde niño, encuentro que un agente literario ha de ser como el tío Toni para Rafa Nadal: ese estratega cauto y colmilludo que conoce tus armas mejor aun que tú y está al tanto del juego desde una perspectiva inmejorable.
Para quien esto escribe, el preludio a la FIL de Guadalajara es un encuentro a solas con sus secretos cómplices. Luego de tanto hablarnos a través del océano, es como darle cuerpo a la quimera y reafirmar la fe de los secuaces, a espaldas de un oficio solitario que acostumbra engendrar antes monstruos que aliados. Luego, ya en días de feria, se les ve deslizarse entre el gentío —sobrios, raudos, astutos— igual que esos espías fantasmales cuyas falanges tiran de hilos insospechados y cualquier día le dan la vuelta al juego. “Ahí va mi paz de espíritu”, murmuro y recupero el ritmo cardiaco.
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