En los últimos dos años viví cinco meses en India y recorrí 68 mil kilómetros detrás de un tratamiento para capotear la discapacidad de mi hijo. Pero, sin duda, el viaje más largo de mi vida fue el que me obligué a hacer dentro de mi propia casa.
Hace ocho años parí a Lucca, un nacimiento donde le faltó tanto oxígeno que lo llevó a las puertas de la muerte y dejó en su cerebro una marca indeleble: parálisis cerebral.
Su vida ya no sería la de un bebé estándar. La mía y la de su papá tampoco.
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Comenzamos a capotear el incierto mundo de diagnósticos de nombres complicados, a enumerar efectos colaterales, a memorizar fórmulas de medicinas, a recopilar datos de médicos, terapeutas, terapias, especialistas, y a buscar cualquier innovación —alópata o mágica— que nos alejara de un pronóstico oscuro, de un futuro nefasto que nos recetaron desde aquella noche en que llegó lleno de magullones al mundo.
Todo es complicado en una casa donde la discapacidad se ha estacionado: los horarios son diferentes, las prioridades cambian, la escala de valores se trastoca, los incentivos no son los mismos. Comer, dormir, trabajar, esperar, planear y soñar son verbos que se conjugan de otra manera, de una forma compleja, llena de vericuetos y ajustes.
A diferencia de otras maternidades, ésta llega sin manual de instrucciones.
No es lo mismo tener un hijo con influenza, donde una sabe que es una enfermedad con fecha de caducidad clara y tratamiento estándar, que tener un hijo con parálisis cerebral donde su condición es sin fecha de vencimiento, los tratamientos varían según la gravedad de su caso, y sin parámetros para saber cuándo puede haber una mejora, esos resquicios de esperanza de los cuales agarrarse como escalador de una cornisa.
Elegí el oficio de periodista porque me gusta contar historias. Porque creía (y creo) que todos tenemos algo increíble, propio y único en nuestra vida para contar. Sólo hay que elegir el momento y el flanco por donde entrar y encender la luz a una realidad que a través nuestro ilumine a muchos más.
Pero nunca había aplicado esta fórmula a mí misma.
“La historia eres tú. Tú contando cómo conseguiste un tratamiento inédito del otro lado del mundo. Tú relatando cómo te peleas con el cuerpo de tu hijo y con el resto del mundo como mamá de un hijo con discapacidad. Tú explicando por qué es tan difícil organizar tu vida o conseguir una escuela”, me dijo David García, el editor de Aguilar, cuando quise convencerlo que la historia que me encantaría contar era la de un fabuloso inventor indio que revoluciona los estándares de la medicina desde su laboratorio.
Así parí un libro: Los dos hemisferios de Lucca.
Usé mi día a día, complejo y mundano, para mostrar de una manera casi doméstica cómo es vivir con un hijo con discapacidad, un hijo que no puede hacer nada por sí mismo, que depende (como dentro de mi útero) de mí para todo: comer, moverse, comunicarse, bañarse, protegerse, jugar, vivir su vida.
La parálisis cerebral no se cura y la intensa epilepsia que tenía Lucca como efecto colateral sólo era un golpe de adrenalina dos o tres veces a la semana que me recordaba con una convulsión que tampoco podía quedarme quieta y cómoda viendo pasar su destino.
Pero, como en toda tragedia, los viajes más complicados tienen que tener su momento de esperanza.
Y ese remanso llegó hace cuatro años cuando descubrí que, del otro lado del mundo, en Bangalore, había un científico que había logrado desentrañar, con sus conocimientos en electricidad, física y medicina biológica, la manera de hacer crecer nuevos tejidos en el cuerpo. Comenzó hace tres décadas preguntándose por qué si logramos regenerar nuestra sangre, nuestra piel, nuestras uñas o incluso el hígado, no podíamos hacer lo mismo con todos los demás órganos y partes de nuestro cuerpo.
Entre Vedas milenarios y algoritmos de inteligencia artificial encontró la manera de comunicarse con las proteínas que se encargan de hacer crecer los tejidos.
Comenzó “criando” dentro del propio cuerpo huesos, cartílagos y desde hace unos diez años neuronas.
Suena a ciencia ficción, pero es un tratamiento que de tan fascinante a veces roza el espacio del sentido común. Basta con escuchar a Rajah Kumar, este inventor, para entender que los mayores hallazgos de la ciencia muchas veces se develan detrás de las preguntas y los razonamientos más sencillos o responden a las preguntas más básicas.
Lucca es el protagonista de mi libro o ¿es Kumar?, o ¿es Bárbara?, o ¿es la discapacidad? o ¿es la medicina del futuro? o ¿es la fascinante India?, o ¿es el amor incondicional que mueve a cualquier padre a buscar del otro lado del mundo una mejora para su hijo?
Es todo eso.
Como la India, traté de que esta historia se fuera descarapelando y revelando desde el derrotero de criar un hijo con discapacidad hasta la explicación más cuidada de un tratamiento que aún es experimental pero que sin duda es una esperanza para miles y miles de personas con discapacidad.
Lucca mejoró su condición. Volvió a nacer en la India.
Y su vida ya no es la misma, su cuerpo ya no es el mismo que viajó cuatro veces al otro lado del planeta.
Y la de nosotros tampoco.
Por eso, el viaje más largo que hice fue a mi propia vida, a mis propios miedos, a mi propia realidad difícil, agotadora, incierta.
Yo también tenía una historia única para contar.
ÁSS