Es profunda la noche: hiela sobre el Parque. Árboles muy antiguos, que acaban de perder sus hojas, parecen suplicar al cielo algo indescifrable pero vital para la vegetación. Un grupo de travestis hace su ronda. Van amparadas por la arboleda. Parecen parte de un mismo organismo, células de un mismo animal. Se mueven así, como si fueran manada. Los clientes pasan en sus automóviles, disminuyen la velocidad al ver al grupo y, de entre todas las travestis, eligen a una que llaman con un gesto. La elegida acude al llamado. Así es noche tras noche.
El Parque Sarmiento se encuentra en el corazón de la ciudad. Un gran pulmón verde, con un zoológico y un Parque de diversiones. Por las noches se torna salvaje. Las travestis esperan bajo las ramas o delante de los automóviles, pasean su hechizo por la boca del lobo, frente a la estatua del Dante, la histórica estatua que da nombre a esa avenida. Las travestis trepan cada noche desde ese infierno del que nadie escribe, para devolver la primavera al mundo.
Con este grupo de travestis también está una embarazada, la única nacida mujer entre todas. Las demás, las travestis, se han transformado a sí mismas para serlo. En la comarca de travestis del Parque, ella es la diferente, esa mujer embarazada que repite desde siempre el mismo chiste: tomar por sorpresa la entrepierna de las travestis. Ahora mismo lo hace y todas ríen a carcajadas.
El frío no detiene la caravana de travestis. Una petaca de whisky va de mano en mano, papeles de cocaína visitan una a una todas las narices, algunas enormes y naturales, otras pequeñas y operadas. Lo que la naturaleza no te da, el infierno te lo presta. Ahí, en ese Parque contiguo al centro de la ciudad, el cuerpo de las travestis toma prestado del infierno la sustancia de su hechizo.
La Tía Encarna participa del aquelarre con un entusiasmo feroz. Está exultante después de la merca. Se sabe eterna, se sabe invulnerable como un antiguo ídolo de piedra. Pero algo que viene de la noche y del frío convoca su atención, la separa de sus amigas. Desde la espesura algo la llama. Entre las risas y el whisky que viene y que va de una boca pintada a otra, entre los bocinazos de los que pasan buscando un turno de felicidad con las travestis, La Tía Encarna distingue un sonido de otra procedencia, emitido por algo o alguien que no es como el resto de las personas que aquí vemos.
Las otras travestis siguen la ronda sin prestar atención a los movimientos de Encarna. Anda desmemoriada La Tía, cuenta una y otra vez las mismas viejas anécdotas. Las cosas más recientes y cercanas no tienen lugar en su memoria. Llega un momento de la vida en que ningún recuerdo está a salvo. Desde entonces anota todo en cuadernitos, pega notas en la puerta de la heladera, como una manera de ganarle al olvido. Algunas piensan que está volviéndose loca, otras creen que ha dejado de recordar por cansancio. Muchos golpes ha padecido La Tía Encarna, botines de policías y de clientes han jugado al fútbol con su cabeza y también con sus riñones. Los golpes en los riñones la hacen orinar sangre. De manera que nadie se inquieta cuando se va, cuando las deja, cuando responde a la sirena de su destino.
Se aleja un poco desorientada, hostigada por los zapatos de acrílico que a sus ciento setenta y ocho años se sienten como una cama de clavos. Camina con dificultad por la tierra seca y el yuyal bravo que crece al descuido, cruza la avenida del Dante como un silbido hacia la zona del Parque donde hay espinas y barrancas y una cueva en la que las maricas van a darse besos y consuelo, y que han apodado La Cueva del Oso. A unos metros está el Hospital Rawson, el hospital que se encarga de las infecciones: nuestro segundo hogar.
Zanjas, abismos, arbustos que lastiman, borrachos masturbándose. Mientras La Tía Encarna se pierde entre los matorrales, comienza a suceder la magia. Las putas, las parejas calientes, los levantes fortuitos, aquellos que logran encontrarse en ese bosque improvisado, todos dan y reciben placer dentro de los autos estacionados a la bartola, o echados entre los yuyos, o de pie contra los árboles. A esa hora, el Parque es como un vientre de gozo, un recipiente de sexo sin vergüenza. No se distingue de dónde provienen las caricias ni los lengüetazos. A esa hora, en ese lugar, las parejas están cogiendo.
Pero La Tía Encarna persigue algo así como un sonido o un perfume. Nunca es posible saberlo cuando se la ve ir detrás de algo. Paulatinamente, eso que la ha convocado se revela: es el llanto de un bebé. La Tía Encarna tantea en el aire con los zapatos en la mano, enterrándose en la inclemencia del terreno para verlo con sus propios ojos.
Mucha hambre y mucha sed. Eso se siente en el clamor del bebé y es la causa de la tribulación de La Tía Encarna, que se adentra en el bosque con desesperación porque sabe que en algún lugar hay un niño que sufre. Y en el Parque es invierno y la helada es tan fuerte que congela las lágrimas.
Encarna se acerca a las canaletas donde se esconden las putas cuando ven acercarse las luces de la policía y por fin lo encuentra. Unas ramas espinosas cubren al niño. Llora con desesperación, el Parque parece llorar con él. La Tía Encarna se pone muy nerviosa, todo el terror del mundo se le prende a la garganta en ese momento.
El niño está envuelto en una campera de adulto, una campera inflable verde. Parece una lora con la cabeza calva. Cuando intenta sacarlo de su tumba de ramas se clava espinas en las manos y las pinchaduras comienzan a sangrar, tiñen las mangas de su blusa. Parece una partera metiendo las manos dentro de la yegua para extraer al potrillo. No siente dolor, no repara en los cortes que le hacen esas espinas. Continúa apartando ramas y finalmente rescata al niño que aúlla en la noche. Está cagado entero, el olor es insoportable.
Entre las arcadas y la sangre, La Tía Encarna lo sujeta contra el pecho y comienza a llamar a los gritos a sus amigas. Sus gritos deben viajar hasta el otro lado de la avenida. Es difícil que la escuchen.
Pero las travestis perras del Parque Sarmiento de la ciudad de Córdoba escuchan mucho más que cualquier vulgar humano. Escuchan el llamado de La Tía Encarna porque huelen el miedo en el aire. Y se ponen alerta, la piel de gallina, los pelos erizados, las branquias abiertas, las fauces en tensión.
—¡Travestis del Parque! ¡Vengan! ¡Vengan que he encontrado algo! —grita.
Un niño de unos tres meses abandonado en el Parque. Cubierto con ramas, dispuesto así para que la muerte hiciera con él lo que quisiera. Incluso los perros y los gatos salvajes que viven ahí: en todas partes del mundo los niños son un banquete.
Las travestis se acercan con curiosidad, parecen una invasión de zombis acercándose hambrientas a la mujer con el bebé en brazos. Una se lleva las manos a la boca, unas manos tan grandes que podrían cubrir el sol entero. Otra exclama que el niño es precioso, una joya. Otra inmediatamente se vuelve sobre sus pasos y dice:
—Yo no tengo nada que ver, yo no vi nada.
—Así son —responde otra, queriendo decir: así son estos putos bigotudos cuando el zapato aprieta.
—Vamos a tener que llamar a la policía —dice una.
—¡No! —grita La Tía Encarna—. ¡A la policía no! No se puede llevar a un niño con la policía. ¡No hay castigo peor!
—Pero es que no lo podemos tener —argumenta una voz que apela a la razón.
—El niño se queda conmigo. Se va a casa con nosotras.
—Pero ¿cómo lo vas a llevar, si está todo cagado y lleno de sangre?
—Adentro de la cartera. Cabe entero.
Entrega de premios
Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz a Camila Sosa Villada
Participan: Camila Sosa Villada, Ana García Bergua, Ave Barrera, Daniel Centeno Maldonado.
Miércoles 02 de diciembre; 17:00 a 17:50
PCL