Los ojos grises de Gabriel García Márquez se pusieron más bombachos aquella tarde, mientras viajábamos hacia las oficinas del gobierno del Distrito Federal. Las instrucciones del maestro eran claras: las preguntas duras las haría yo y, cuando surgieran tensiones, él haría los cuestionamientos suaves sobre la poesía de Carlos Pellicer o las costumbres caribeñas.
Así supimos que Andrés Manuel López Obrador tenía una hamaca para dormir la siesta en algún lugar del Antiguo Palacio del Ayuntamiento. O al menos eso nos dijo en la conversación previa a la entrevista que le realizamos para la revista ‘Cambio México’ en noviembre de 2002.
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A Gabo le obsesionaba la popularidad del ‘Peje’, su conexión con la gente, su opción preferencial por los pobres y esa sensibilidad que suele adelantarse cinco pasos a los demás. Solía comentar algo así como “uno de estos nace cada 100 años”.
Por aquellos días la idea generalizada era que Cuauhtémoc Cárdenas competiría por cuarta vez en las presidenciales de 2006, pero el colombiano estaba seguro de que su amigo Andrés Manuel sería el candidato de la izquierda. “El Lula mexicano”, expresaba con el entusiasmo de un editor que está ideando un titular.
Lo apreciaba de verdad y deseaba sin escondrijos que fuera presidente de México, tanto que unos años después el querido chofer del Nobel, Genovevo, cargaba en la cajuela un titipuchal de estampas de López Obrador caricaturizado, las cuales regalaba a la menor provocación.
Alguna vez me dijo que si el tabasqueño no hubiera sido político, sería un buen poeta. “Qué bueno que torció el camino”, remató con ese enigmático sarcasmo que provocaba silencio en sus interlocutores. La frontera entre la frase genial y la broma era muchas veces indistinguible.
Durante la entrevista con López Obrador –en la que también participó el periodista colombiano Roberto Pombo– exploramos las claves de su popularidad, el acento social de los nacientes gobiernos de izquierda, la felicidad de las clases medias con los segundos pisos del Periférico, la asesoría en materia de seguridad que estaba brindando el ex alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, su cercanía con Carlos Slim y, por supuesto, el 2006.
En esa época el tabasqueño esquivaba la respuesta central con variantes de su clásico “a mí que me den por muerto”.
Cuando salimos del encuentro, tuvimos claro que se lanzaría por la grande. Vimos a un AMLO decidido, fuerte, contento, escalando en niveles de aceptación que rayaban el 80 por ciento. Decenas y hasta cientos de personas solían madrugar para entregarle una petición por escrito o simplemente merodear sus oficinas para verlo cuando llegaba a trabajar.
La obsesión de Gabo con Andrés Manuel parecía una manía para entenderse a sí mismo: la fama, el poder. Y los cariños reales o convenencieros inherentes a la influencia.
Dos años después, frente a un par de whiskys, me preguntó si le había creído a AMLO en eso de que tenía una hamaca en el Palacio de Gobierno del Distrito Federal. Lo miré a los ojos grises –así los recuerdo– y le dije que seguramente era una broma; él insistiría que era cierto. Y apostamos un Glenfiddich 12 años.
A 10 años de la muerte del maestro, creo que Gabo me debe un whisky. O al revés.
hc